No fue por mérito que entré a trabajar como periodista a El Heraldo, sino por la persistencia de mi madre, dueña de una peluquería por la que desfiló la alta sociedad barranquillera desde finales de la década del 70 hasta los primeros años de este siglo. Sin estudios avanzados, pero echada para adelante y buena para sumar y restar, veía con preocupación la falta de un horizonte profesional para su hijo, al que le había dado por estudiar esa carrera sin mayor proyección ante sus ojos. Así que me dio una mano, no, dos manos, con lo mejor que sabía hacer: enjuagar cabezas, que para el caso fue también un lavado cerebral a dos de sus grandes clientas.
Un puñado de emisoras, tres noticieros de televisión regional, dos periódicos locales y uno de circulación nacional con planta en Barranquilla constituían el reducido mercado laboral para un joven a punto de obtener su diploma de comunicador social. Entre los diarios, la joya de la corona era -lo sigue siendo- El Heraldo, que a finales de los 90 empezaba a navegar por las turbulentas aguas de la transición generacional, en especial de sus cuadros directivos, pero conservaba la gloria de un pasado escrito con nombre propio por emblemas del periodismo colombiano como Ernesto McCausland, en los 80; Juan Gossaín, en los 70; García Márquez, en los 50, cuyos herederos luchaban por mantener a flote. Y mi madre, que en la época dorada de los salones de belleza no paraba de lavar cabezas y tinturar cabellos, tenía línea directa con una de las familias propietarias de ese medio al que todos conocían como el «líder en la Costa».
La figura del cantinero-psicoanalista popularizada por Hollywood, que mientras escucha las historias de hombres derrumbados por problemas amorosos o económicos llena la barra de copas, guarda parecido, o por lo menos así lo era antes del Me too, con la de la peluquería como diván femenino. Con la habilidad de sus dedos mágicos sobre el cuero cabelludo de la periodista Margarita McCausland, quien dirigía la revista más exitosa del periódico, Gente Caribe, y de Elisa Noguera, esposa del director Juan B. Fernández Renowitzky, mi madre consiguió no una, sino dos oportunidades en El Heraldo: primero, para que me aceptaran como estudiante en prácticas, en 1995, y segundo, tres años después, para que probara suerte en la crónica roja, única sección en la que había vacantes. Mi ingreso formal, tras firmar el contrato que me entregó la sempiterna asistente de dirección Maruja Abello, fue el 24 de abril de 1998. Y me quedé diez años, ya sin palanca, por mi esfuerzo.
Fue mi primera temporada en el diario al que regresé en 2017 como jefe de Información y al que siempre he considerado mi hogar. Allí aprendí las costuras de esta profesión, lo que cuesta pulir un dato hasta convertirlo en noticia y a reconocer el valor de la duda, un comportamiento casi patológico que copié del subdirector Juan B. Fernández Noguera y de los veteranos de la sala de redacción. Allí conocí a los grandes amigos y amigas de mi vida, cómplices dentro y fuera del mundo informativo, y a una reportera de convicciones férreas que un buen día apareció frente a mi cubículo y, obligados a tratarnos día y noche por pasar más tiempo frente al computador que con nuestras familias, terminó por ser mi esposa.
Recuerdo lo mucho que ha significado El Heraldo en mi vida ahora que me entero, con un comunicado de apenas 48 palabras, de que está cerca de cerrarse su venta al grupo Gilinski, dueño de Semana. Cuarenta y ocho palabras que abarcan noventa años de historia. Es una realidad que no atravesaba su mejor momento, atrapado entre la espada del clic y la pared de la pauta publicitaria. Se dice en política que cada pueblo tiene los gobernantes que merece, y la prensa no es ajena a esa ecuación. Símbolo de lo bueno y de lo malo, abrir las páginas de El Heraldo ha sido para los barranquilleros como mirarse en un espejo cada mañana. Habrá que esperar para saber si siguen reconociéndose.