Juan Alejandro Tapia
Columnista / 5 de abril de 2025

Cinevida

Hay lugares que abren una puerta en el tiempo y nos transportan por el agujero negro de la memoria a un recuerdo específico o un estado emocional. Me ocurrió hace poco mientras veía una película en una sala gigante adaptada con trucos mecánicos para convertir la experiencia audiovisual en un parque de diversiones, pero sin echarlos a andar porque la cinta proyectada no requería escupitajos de agua desde el techo ni ambiente brumoso en los pasillos ni sacudones espasmódicos en las sillas. Quizá, también, porque había una sola persona en esa función de noche de viernes víspera de Guacherna, un solitario espectador inmerso en la historia reflejada en el telón, con el indescriptible placer de poder concentrarse en la trama sin escuchar el crujido de las palomitas de maíz ni las conversaciones ajenas ni distraerse con la iluminación repentina de una pantalla de celular. El placer de ir a cine solo y no tener que hablar con nadie. Me devolvió treinta y ocho años a la primera vez que recibí la autorización de mis padres para salir de casa sin su compañía y alejarme más allá de la tienda o el parque de la esquina. Tenía doce años, los miré a los ojos y les solté la bomba: «Voy a ir a cine… solo». Ya mi padre me había transmitido su devoción hacia las grandes epopeyas hollywoodenses y los clásicos del neorrealismo italiano, que lo hacían viajar a territorios que parecía conocer al detalle sin necesidad de haberlos pisado. «Yul Brynner», repetía al ver al actor de origen ruso, cabecipelado, en el papel de Ramsés II en ‘Los diez mandamientos’, las dos o tres veces que fui con él a verla; recitaba de memoria cada escena de ‘De aquí a la eternidad’ y se emocionaba, sin importar que supiera exactamente lo que iba a pasar, con el beso salado de Burt Lancaster y Debora Kerr en una playita de Hawái. Fue el hombre más sensible a la belleza y con más capacidad para identificarla en cualquiera de sus manifestaciones que he conocido, y todo se lo debía al cine. Para conseguir que esos dones también me fueran concedidos entré esa mañana de 1987 al teatro ABC en la que fue mi primera comunión fílmica. A partir de ahí nadie me detuvo y no existía estreno al que no asistiera a pesar de mi edad y baja estatura. Los controles eran rigurosos a las 6 y 9 p.m., pero a las 3 de la tarde nadie iba a darse el lujo de dejar de vender un tiquete. En las taquillas me reconocían y sabían a lo que iba: el hijo del señor adicto a las películas (pobre, lo llevará en la sangre), y me dejaban pasar sin hacer preguntas. ‘El beso de la mujer araña’, ‘El color púrpura’, ‘África mía’, ‘Platoon’, ‘Wall Street’, ‘Los intocables’, ‘El último emperador’, ‘La misión’, ‘Atracción fatal’, ‘Mississippi en llamas’, ‘La última tentación de Cristo’, todas clasificadas para mayores de 18 por uno u otro motivo, pude verlas a mis anchas en esos teatros espléndidos y majestuosos (mi preferido era el Metro II) que abrían sus puertas para tres o cuatro universitarios, dos pensionados y un niño. El mismo niño que, varias décadas después, volvió a conmoverse hasta las lágrimas en una sala vacía.

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