Juan Alejandro Tapia
Columnista / 10 de mayo de 2025

El espíritu del Papa

Cuenta la tradición cristiana que el Espíritu Santo, y no los votos de los cardenales, es el encargado de elegir cada papa. No es comprensible entonces que una de las tres ‘personas’ que en la fe católica integran la Santísima Trinidad haya cometido tantos errores a lo largo de la historia. Más bien, como lo explicó en 1997 para la televisión alemana el entonces cardenal Joseph Ratzinger -prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y futuro Benedicto XVI-, «el Espíritu actúa como un buen maestro, que deja mucho espacio, mucha libertad, sin abandonarnos».

Es decir, el Espíritu Santo, de aparecerse por la Capilla Sixtina, lo hace como un viento que susurra el nombre del elegido en los oídos de los cardenales o interviene a la manera de un pálpito, o una corazonada, por uno u otro candidato. Sopla, pero no vota. El jueves 8 de mayo esa brisa sobrenatural parece haber tenido la fuerza de un huracán, porque el papa que apareció en el balcón de la basílica de San Pedro tras el humo blanco fue el que la mayoría del mundo católico -1.400 millones de bautizados- deseaba vitorear a pesar de ser un perfecto desconocido para casi todos.

Resulta imposible desligar el hecho de tener un papa estadounidense justo cuando las políticas de Donald Trump en contra de la migración atemorizan a la humanidad. ¿Influyó la procedencia del cardenal Robert Francis Prevost Martínez en la decisión del cónclave? ¿Acaso fue por su labor misionera de cuatro décadas en Perú o por su origen multicultural -su padre, Louis Prevost, era un veterano de la Segunda Guerra Mundial con raíces francesas e italianas, y su madre, Mildred Martínez, de ascendencia española-? Su elección, aunque la Iglesia voltee la mirada como si no fuese con ella la cosa, envía un inequívoco mensaje de resistencia contra las arbitrariedades del presidente norteamericano.

Los 132 cardenales electores seguro responderán con gestos de asombro. Dirán que lo importante, en la deliberación, era el rumbo y la unidad de la Iglesia, pero los tintes políticos en la escogencia de Prevost saltan a la vista. Como es evidente, también, el índice de Francisco apuntando directamente a la cabeza de su sucesor. En el lugar en que se encuentre, Bergoglio ha debido estallar en júbilo al escuchar a su reemplazo hablar en español fluido frente a la plaza de San Pedro y dedicarle un saludo efusivo a Chiclayo y no a su natal Chicago.

Resta por conocer la acogida que tendrá Prevost en la corriente más conservadora de la Iglesia, que ya le iba haciendo la vida de cuadritos a su antecesor. Quizá asumir otros hábitos, cambiar la forma y no el fondo, le venga bien para librarse de las aguas mansas con sotana o mantenerlas a raya. Para imitar a Francisco en su sencillez hay que hacerse acompañar de esa cara de abuelo alcahuete con los bolsillos llenos de golosinas, y como Prevost no la tiene porque todavía es un adulto mayor joven de 69 años, lo conveniente sería marcar una línea de estilo diferente. Parecerse o seguir la línea de Francisco no significa usar zapatos sencillos con suelas gastadas.

León XIV se presentó al mundo con la tradicional mozzetta roja con ribetes de armiño, acompañada de un bordado con insignias doradas y la cruz pectoral de oro, mientras Francisco lo hizo apenas con la cruz de plata que siempre llevó durante su sacerdocio en Buenos Aires. No importa, o no debería suscitar tanto interés mediático, cuando en su primera celebración litúrgica, ante los 132 cardenales que lo eligieron, el Papa hizo algo más revolucionario: hablar de Jesús. No de los problemas de la Iglesia ni de los retos geopolíticos de la actualidad, sino de Jesús. «Reducirlo a una especie de líder carismático o a un superhombre es un ateísmo de hecho”, dijo. Y con eso dijo todo.

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