Carlos Polo
Columnista / 20 de enero de 2024

El precio de una mentira: de la vigilancia social al juicio público en la era digital

George Orwell publicó por primera vez su gran obra distópica, política y social, en 1949. Ese año vio la luz 1984, una obra adelantada a su tiempo en la que el pensador nacido en Motihari, India, aborda temas tan complejos y profundos como los peligros del totalitarismo y la pérdida de las libertades individuales.

En 1984 Orwell parece gritar y advertirnos que el lobo está por venir, que sin darnos cuenta y con una sonrisa o un gesto de pato en los labios, las libertades personales y la privacidad podrían convertirse en un trasto inútil.

He sostenido en muchas ocasiones que si sumamos 1984 + Un mundo feliz= 2024, una ecuación simple que, si bien causa risas y alguna que otra carcajada, en el fondo siento que seguimos tomando a la ligera esta pequeña dosis de cicuta envuelta en un delicioso caramelo de chocolate.

Esto hoy debe estar más que claro para la chica barranquillera que quiso subir peldaños; mejor, dar enormes saltos para avanzar mucho más rápido en la furiosa y competitiva escena laboral y social, contando entre sus amigos una mentira ‘blanca’.

Y no, no consigno su nombre de manera intencional, porque no tengo el mínimo interés en revictimizarla, en lanzarle más pedradas al escarnio donde en este momento se encuentra amarrada. Espero me permitan hacer un poco de abogado del diablo y explicar por qué me resulta deplorable, asqueante y sumamente preocupante lo que está sucediendo con esta jovencita.

La joven podría ser la hija, la hermana, la pareja, la sobrina, la nieta, la prima o la amiga de cualquiera de aquellos que hoy la apedrean, de aquellos que hoy se burlan con saña, de aquellos que hoy, quizás por simple esnobismo, desocupe o tal vez ocio, la señalan y la victimizan sin piedad una y otra vez, sin pensar que detrás del meme, del comentario, de la burla, del señalamiento, hay un ser humano sintiente y pensante.

No obstante, esa vigilancia social, esa especie de policía digital sin uniforme y sin sueldo, que se ensaña en la delación y en el señalamiento, sigue empeñada en el morbo que les produce descubrir a alguien salido del rebaño; a alguien que se atrevió a mentir desafiando las normas y los comportamientos preestablecidos por el vigilante y silencioso ‘Gran Hermano’ que todo lo ve.

De acuerdo con el filósofo Byung-Chul Han, la comunicación digital es solo vista; los seres humanos, dominados por el algoritmo, hemos perdido todos los sentidos; y en este momento nos encontramos en una fase debilitada de la comunicación, hoy más que nunca: la comunicación global y de los likes solo consiente a aquellos que son más iguales a uno; ¡lo igual no duele!

Uno de los sentidos que se ha perdido entre la afanosa búsqueda de likes y la autoexplotación es justamente el sentido común; ese que permite un mínimo de empatía. Pero se impone ante todo la dictadura del like y nadie se pone por un momento en los zapatos de esta mujer convertida de la noche a la mañana en el meme de moda, en el chiste fácil, en el post obligado. ¿Quién se ha detenido a pensar en su salud mental? ¿Quién se ha detenido a pensar, aunque sea por un momento, en el pequeño infierno que esa chica está padeciendo?

Es triste enterarse que es noticia que la joven perdió el empleo, que sus mentiras van mucho más allá de la supuesta participación en la película animada de Miyazaki. Según los presurosos del meme y el post ligero, según esos ‘blandos’ sistemas de control social actualmente establecidos -sin que nadie chiste o genere resistencia-. Para ese control social y esa vigilancia permanente entre los sujetos digitales, a la joven hay que lapidarla, funarla, cancelarla destruirle sus derechos como sujeto social.

«Despiertos o dormidos, trabajando o comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la cama, no había escape. Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo», consigna Orwell en 1984 y a mí se me antoja un espejo, uno negro, oscuro, en donde la voluntad no tiene reflejo, en donde la humanidad se desdibuja y pierde el alma, su sentido de humanidad.

Es justo en un momento como este, cuando, asqueado de una cotidianidad inundada de basura mediática, falsas noticias, delación, vigilancia-social-digital, de algoritmos totalitarios, toma sentido una frase como la escrita por Aldous Huxley en su novela distópica Un mundo feliz: «La realidad, por utópica que sea, es algo por lo que la gente siente la necesidad de tomarse vacaciones con bastante frecuencia».

De acuerdo con Huxley, un Estado totalitario y realmente eficiente no requeriría de ejércitos ni fuerzas represivas. Más bien sería aquel en el que el todopoderoso ejecutivo de los jefes políticos y su ejército de administradores controlen una población de esclavos que no tienen que ser coaccionados porque aman su servidumbre.

La chica mintió y la horda de esclavos que aman su servidumbre saltó a lincharla, a quemarla en la hoguera, a apedrearla, a darle latigazos y fustigarla por atreverse a mentir. ¿Y qué si dijo mentiras? ¿Acaso la mentira no es un mecanismo de defensa? ¿O es que ninguno de los ´señaladores profesionales´ jamás ha mentido?

Sobre la mentira, Nietzsche dijo que la más común es aquella con la que un hombre se engaña a sí mismo. Engañar a los demás es un defecto relativamente vano.

Hoy pienso en esta chica con algo de pudor, con preocupación. Estoy seguro de que no la está pasando bien, y pienso en sus padres, en su familia y en su círculo cercano. Pienso en si está recibiendo apoyo psicológico y en si será lo suficientemente fuerte para salir entera, en una pieza del ‘algoritmo’ de esta gran mentira, de este espejismo en el que se ha convertido la sociedad.

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