Patricia Escobar
Columnista / 6 de febrero de 2021

Qué pena me da

Sí, qué pena me da leer en redes sociales comentarios cargados de odio e ignorancia de parte de muchos de los que hace un año, y desde antes, se declaraban “auténticos carnavaleros”; de muchos que vociferaban e insultaban a las autoridades por el poco apoyo económico que le daban a la cultura.

Que alguien que no conoce la esencia de nuestra fiesta, Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, denigre, critique o no esté de acuerdo con el Carnaval virtual, puedo hasta entenderlo. Que personas jóvenes a las que no los hemos educado sobre tradición ni manifestaciones culturales, identifique Carnaval con rumba, ron, desorden, es comprensible y debería cuestionarnos a educadores y periodistas que de alguna manera hemos pasado de agache ante nuestra riqueza cultural, destacando siempre y en abundancia, el oropel de la fiesta, el lujo y lo superfluo. Nosotros, de alguna manera, somos cómplices de esa ignorancia y confusión de ellos.

Pero que una persona que año tras año se ha vestido con elementos de nuestra fiesta, ha participado de eventos culturales o festivos, ha visto cómo los barranquilleros se vuelcan masivamente a apreciar a los danzantes y que sabe que para muchos esta temporada es su salvación o su mejor rebusque económico, no entienda que la virtualidad, además de llevar un poco de diversión a los hogares en donde debemos estar la mayor parte del tiempo por la pandemia, permite que el mundo entero se entere de nuestra riqueza cultural, de las historias de vida de nuestros hacedores y de la creatividad recursiva, eso, me perdonan, me parece el colmo de la ignorancia y del odio reprimido.

Yo sí me lucro de la fiesta, no me da pena confesarlo, pero me lucro porque he trabajado y seguiré trabajando con honestidad y con amor por todo lo que sea grande para mi ciudad, y el Carnaval es una de nuestras máximas riquezas, porque es vivo, porque lo hace la gente, porque nos muestra la pluriculturalidad del territorio, porque permite la integración regional, porque genera empleo, porque permite que muchos vivan de la fiesta, porque explota la creatividad y la recursividad.

Yo sí tengo que claro que el Carnaval es una fiesta de todos y que cada uno la vive, la sufre o la trabaja como mejor le parece o puede. Pero por sobre todo en estas circunstancias de salud he comprendido que sí hay auténticos carnavaleros a los que no les importa colocarse su indumentaria festiva, maquillarse la cara, arreglarse y salir a bailar o tocar frente a una cámara de televisión con la misma alegría y entusiasmo que lo hace en la calle. Se presentan para cuatro o seis personas, pero su arte lo apreciará el mundo. Ese carnavalero que viaja cuatro horas para traer su cultura a la virtualidad merece todo mi respeto y apoyo. Lo mejor, muchos de ellos, reciben un recurso y se van felices a casa porque llevan algo para subsanar su lamentable situación económica.

Ojalá la Cámara del Comercio o todas aquellas empresa o entidades que hacen estudios económicos de los pomposos carnavales que mueven masas y turismo presencial se den a la tarea de investigar ¿cuánto movió económicamente el Carnaval virtual?, ¿a cuántas personas llegaron recursos que sin el carnaval virtual difícilmente le llegarían?, ¿cuántos espectadores y posibles futuros visitantes nos vieron?

Ojalá que produzcamos buenos contenidos audiovisuales para que cada día haya más barranquilleros y atlanticenses que entendamos la verdadera grandeza de nuestro Carnaval que gozamos pero que no conocemos cuando asistimos a los desfiles.

Yo me cuido y aporto para cuidar mi cultura. Yo no dejo de lado el tapabocas, ni el lavado de manos, ni la distancia social. Yo no siento pena de trabajar en y por el Carnaval.

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