Lo primero que llamó mi atención fue que no me ofreció toda la gama de servicios del car wash del centro comercial: polichado, encerado, limpieza de motor, hidratación de tapicería, restauración de farolas, sino que respetó mi decisión de «solamente lavado general», que, conocedor de la capacidad de armar combos y promociones en un santiamén que poseen los empleados de estos negocios, reforcé con un sonoro y concluyente «el más económico». Luego preguntó por el tiempo del que disponía para hacer su trabajo, y fue cuando detecté su acento. Lo escondía con la timidez propia del recién llegado, del que se siente invisible cuando mantiene la boca cerrada.
Lo segundo que supe de él me lo dijo el carro, una hora después. Su meticulosidad, la obsesión por el detalle que diferencia a los nacidos de uno y otro lado de esa línea imaginaria custodiada por soldados. Más que lavado general económico parecía salido de fábrica. Dos meses de pelo de perro acumulado en la cabina se esfumaron sin dejar rastro.
No es un secreto que la barbería moderna es un oficio dominado por ellos. La problemática de su país ha hecho que surjan artistas de la cuchilla y la máquina de cortar en las calles de Maracaibo, Caracas o Barquisimeto como brotan futbolistas de los potreros de Rosario, Santa Fe o Buenos Aires. Jóvenes que, con la diáspora, han convertido su talento en un producto de exportación. La visión arquitectónica de su trabajo, ese anhelo de perfección, les ha abierto espacio lejos de su tierra, lo mismo que a manicuristas, delineadoras de cejas y estilistas en general, rasgos que distinguen a un pueblo al que le gustan las cosas bien hechas, de ahí su aprecio por la belleza.
Hace dos años llevé a mi madre a una cita de control con el oftalmólogo, previa a una cirugía de cataratas. Ese día, por reparto, le correspondió a una profesional extranjera que la examinó con un grado de compromiso que no he vuelto a ver. Consciente de su responsabilidad con el paciente a pesar del cronómetro secreto que mantienen las EPS, hizo lo mismo que sus compatriotas en lavaderos de carros, restaurantes, salones de belleza y todo tipo de trabajos. Característica que entonces no reconocía, pero que ahora identifico con claridad.
Colombia es el país que ha recibido mayor flujo de migrantes venezolanos en el mundo: 2.5 millones, según cifras oficiales a diciembre de 2022. Este año serán necesarios 665 millones de dólares para atender una emergencia humanitaria que nos ubica ahora como primera escala hacia la «pesadilla americana». Ya no hay empleo en nuestras ciudades y el costo de vida aumenta al ritmo de la gasolina. Dejamos de ser una opción para convertirnos en un pasadizo en medio de la selva. Niños, ancianos, mujeres, familias enteras ingresan por una trocha y salen por otra sin más equipamiento que sus mochilas de viaje. Duermen en las esquinas o en los parques, comen lo que pueden o lo que les dan, y caminan hasta erosionar los zapatos rumbo al Darién. Están por todos lados, pero la mayoría, como el lavador de carros, prefiere no hacerse notar.
Hemos estado a la altura del drama, por primera vez quizá. De lo poco que hay para sentirse orgulloso en un país carcomido por la corrupción y el narcotráfico es de no haber cerrado las puertas a la migración. Hemos compartido afiliaciones a salud y educación, subsidios para ancianos y madres, rebusque en las calles, empleos mal remunerados, vacunas y hasta enfrentamientos de fútbol. Juntos y revueltos como nunca antes. Por eso espero que asimilemos como propia esa búsqueda de la perfección y la belleza tan común a ellos, tan ajena a nosotros, que sale a relucir hasta en el lavado de un carro.