Patricia Escobar
Columnista / 30 de octubre de 2021

Violencia desatada

No sé si por culpa del encierro y las limitaciones de movilidad causadas por la pandemia, o por culpa de la pobreza extrema que muchas veces no queremos ver, o tal vez por el relajamiento social que padecen los jóvenes que quieren o creen que todo se consigue fácil, la violencia en Colombia está disparada.

Y aunque yo sé, que muchos saltarían diciendo que la violencia ha estado encumbrada en este país desde siempre, lo que el ciudadano de la calle, el ciudadano del común, el que se levanta cada día a buscar el pan para su familia, está sufriendo, hoy más que nunca, del atraco callejero, del robo de sus pertenencias, de los tiros al aire libre, del atraco en los buses de servicio público, o de una “puñeras” como de película.

Pareciera que ya no hay respeto por lo de los demás, que la sangre fría se hubiera apoderado de muchos, y que la violencia por intolerancia se hubiera apoderado de nosotros.

Ya lo que nos hacía diferentes y felices como sentarnos en una terraza, en la banca de un parque y “dar la vuelta a la manzana” son actividades riesgosas. Tomar un transporte público intermunicipal o local sin sufrir de un atraco es toda una hazaña, lo mismo que salir a bañarse en un aguacero, o hacer una diligencia bancaria. En todos los caos hay un atracador o un posible agresor al acecho.

El interior de los hogares, los conciertos o fiestas que han comenzado a realizarse también son un peligro. Las peleas y los golpes están a la orden del día. Los famosos “compañeros sentimentales” explotan a golpes por cualquier cosa. Algunos se atreven a matar a machetazos a la persona con la que han convivido, y otros dejan señas de su accionar con los famosos “ojos colombinos”.

No hay día en los que los medios de comunicación no reseñen más de tres noticias relacionadas con violencia, adicional a lo que pasa en los campos, montañas, y lugares apartados, donde las “bandas” de todo tipo se dan bala casi a diario.

Estas situaciones nos llenan de angustia y a mí por lo menos me ponen a pensar ¿qué está pasando?, ¿desde cuándo la vida no vale nada?, ¿cuándo se perdió la tranquilidad que nos caracterizaba), ¿o era que antes no se denunciaban las cosas?

Puede sonar muy simplista la explicación que muchas veces me doy. Pero algo de eso debe haber. Creemos que todo lo merecemos y culpamos a los demás de nuestras falencias y reacciones.

Que yo recuerde siempre ha habido personas que se guerrean la vida para ganarse un poco de alimento, para educar a sus hijos, para tener algo digno en la vida. Siempre ha habido desigualdad económica, social y educativa, y aunque posiblemente se culpaba a otros de esa desigualdad, en la mayoría de las veces, con justa razón, los extremos de matar por robar un par de zapatos o un celular no eran el pan de cada día. Se mataba por ideales o por obtener mejores condiciones de vida, pero no para satisfacer algo que estaba en las manos de cada uno de ellos, en su empeño y dedicación por conseguir.

El tener más ha generado envidias y lo que es peor ha matado el respeto por el otro. La superioridad la demostramos con el uso de la fuerza, y la vida poco o nada nos importa porque no tenemos sueños a mediano plazo, porque no tenemos metas, porque hemos perdido la fe en un ser superior, llámese Dios o llámese como se quiera llamar.

Se han perdido valores que se adquieren en casa y se refuerzan en escuelas; se ha perdido el valor de lo sencillo, de lo simple, de lo contemplativo. Ojala no nos acabemos nosotros mismos porque para lograrlo no falta si no muy poco. Ya estamos acabando con el planeta, y eso nos importa poco. Ahora la ley parece ser que hay que acabar con nuestros congéneres para poder reinar en un reino sin “rivales”.

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