Puestos a elaborar un escalafón histórico nacional, un top cien de delincuentes en este país de malnacidos de todas las estampas y categorías, ¿qué lugar ocuparían los jefes de las bandas criminales que atemorizan a Barranquillla? Si el número uno indiscutido del ranking, patrón de referencia en la escala del mal, debe otorgársele con sobrados méritos a Pablo Escobar, seguido por una corte de capos y asesinos a sueldo de los carteles de Medellín y el Valle del Cauca como el sanguinario Gonzalo Rodríguez Gacha, ‘Pinina’, ‘Popeye’, los distinguidos hermanos Rodríguez Orejuela, ‘Pacho’ Herrera, ‘Jabón’, el ‘Hombre del Overol’, etcétera, ¿qué casillas asignarles a estos extorsionistas y matones de pequeños comerciantes y conductores?
La edad de oro del narcotráfico puede, incluso, no ser tan grotesca como el posterior esplendor del paramilitarismo, que tuvo entre sus grandes exponentes a verdaderos genios del mal y la motosierra como los hermanos Castaño Gil, en el Magdalena Medio; Mancuso, en las sabanas de Córdoba y Sucre; ‘Jorge 40’, en el Cesar y La Guajira; ‘Don Berna’, en las comunas de Medellín; Hernán Giraldo, en la Sierra Nevada. Cada uno rodeado por lugartenientes con mayor sangre fría, monstruos con miles de cadáveres encima que hacen ver en pañales a cualquier emprendedor que decida volverse rico con el cobro de ‘vacunas’ a tiendas, restaurantes y misceláneas.
Una rápida sumatoria de atrocidades del narco y los ‘paras’ daría para adjudicar los primeros cien lugares y todavía no aparecería a la distancia la generación actual de bandidos. Es más, con solo nombrar a los cabecillas de las Farc y el Eln en más de cincuenta años de guerra interna bastaría para llegar al número doscientos, con el ‘Mono’ Jojoy a la cabeza. Tan malo era Jorge Briceño Suárez, con sus corrales para secuestrados, cilindros de gas rellenos de metralla, violaciones de niñas y reclutamiento de menores, que hacía ver como abuelos bonachones a Marulanda y Raúl Reyes. Detrás de él, Cano, Márquez, Santrich, Timochenko y las sanguijuelas de ‘El Paisa’ y Romaña. Peste humana capaz de lanzarle una bomba a una iglesia repleta de refugiados, en Bojayá, Chocó, 2002.
Pero no hay que olvidar que en un país diverso como Colombia siempre hay gente que va por su cuenta, independientes. Luis Alfredo Garavito, ‘La Bestia’, hace honor a su apodo. El mayor asesino y violador de niños del que se tenga noticia seguro le provocaría arcadas al mismísimo Escobar. Y hay más: Rafael Uribe Noguera, homicida de Yuliana Samboní, un pedazo de mierda estrato seis, capturado tras violar, torturar y asfixiar a la pequeña de 7 años. De posición social acomodada son, también, casi todos los integrantes de la lista de políticos que han permitido la muerte por desnutrición de miles de menores de edad o se han robado la plata del Plan de Alimentación Escolar, PAE. Con ellos, fácil, llegaríamos a trescientos o cuatrocientos renglones del ranking de la maldad nacional.
La magnitud del delincuente, en un Estado no fallido, es proporcional a la magnitud del problema. No es el caso de Colombia, donde grupos de bandoleros urbanos han tomado el control de las calles mientras policías, fiscales, jueces y gobernantes no paran de echarse culpas entre sí. La solución es sencilla y compleja a la vez, por lo menos en cuanto a Barranquilla se refiere. Pasa por el hecho de incomunicar a un condenado como el que, cuchara en mano, anuncia asesinatos de comerciantes mientras toma sopa en prisión; pasa por mantener vigilancia estricta sobre un antisocial con medida de casa por cárcel que pretende negociar su ingreso en la llamada «paz total», y pasa por extraditar de manera exprés, como ocurrió con Aida Merlano, al criminal que desde una celda en Venezuela dirige un ejército de quinientos hampones armados, pedidos que ha reiterado hasta el cansancio el alcalde Pumarejo. No hay que seguir el ejemplo de Bukele para conseguirlo. Es solo que cada quien cumpla con su trabajo. Es solo dejar de ser un Estado fallido.