Juan Alejandro Tapia
Columnista / 2 de diciembre de 2023

La parábola del hipopótamo

Cuarenta y cuatro años y un día. Eso le bastó, y le sobró, a Pablo Escobar para construir su leyenda. La del colombiano que más ha marcado la historia de su país, sin contar a Bolívar, que, como todos saben, era venezolano, y que le regaló a su biografía tres años más que el capo antioqueño: murió a los cuarenta y siete. Tanto poder, tanto lujo, tanto dólar pesado en báscula para terminar así: una morsa ensangrentada y desaliñada sobre un tejado. Blanco fácil para los tiradores que hicieron una fiesta con ese cuerpo fofo y descalzo. Y para los fotógrafos, que también dispararon y celebraron.

Treinta años ya, y Pablo Emilio Escobar Gaviria, quizá el único colombiano al que todos sus compatriotas le conocen el nombre completo (¿cuántos saben que García Márquez fue bautizado Gabriel José de la Concordia?), sigue vivo en la memoria colectiva y en el día a día. Lo aceptemos o no, Colombia es el país que nos dejó Escobar, no el que quería Galán, su némesis en la vida real y en ese resumen televisivo de las dos décadas de terror del hijo de un campesino y una maestra de escuela, que se sentía orgulloso de ser un bandido.

Me refiero a El patrón del mal, la narcoserie que por estos días es retransmitida en horario estelar y que siempre está en los primeros lugares de Netflix gracias a la interpretación cruda y por momentos socarrona -sería un insulto a la memoria de las víctimas calificarla de «humana»- de un Andrés Parra que para las nuevas generaciones es más Escobar que el propio Escobar. Y he ahí lo peligroso de una actuación tan magistral: que el monstruo se diluye en la figura del hombre: del emprendedor convencido de su producto, del padre protector y cariñoso, del jefe exigente pero justo, del mujeriego que le garantiza a su esposa que jamás la cambiará, del marihuanero de ocasión, cocainómano ni por equivocación.

Escobar se fue, pero sigue ahí, muertito y coleando. El casi nulo valor por la vida ajena se lo debemos a él; la certeza de que todo se arregla o se compra con billete, desde una sentencia judicial hasta un título universitario; la idea del Estado fallido, que sepulta cualquier intento de progreso; los ejércitos privados que sirvieron de semilla para el reinado de los paracos y que han cambiado de nombre, pero no de lugar -el Urabá antioqueño, Córdoba, Sucre- ni de actividad -traquetear y matar-; el flagelo del secuestro, que no se lo inventó, pero lo perfeccionó -la retención de Mane Díaz por el Eln es puro estilo Escobar-; la estética del narcotráfico, su gran contribución al mal gusto, que abarca carros estridentes, mansiones lobas y mujeres infladas como globos. Y los hipopótamos, no nos podemos olvidar de los hipopótamos.

¿Qué pasaría si Escobar y Galán se levantaran de su tumba después de tantos años? ¿Quién de los dos pensaría que su lucha fue en vano? El fundador del Nuevo Liberalismo encontraría que no son pocos los narcos que prefieren ahora la extradición -para garantizar una vida a sus anchas en Estados Unidos después de delatar a sus socios y entregar una mínima parte de su fortuna- y se lamentaría al ver el rostro de su asesino en camisetas, paredes, libros, películas y series de televisión. Su ánimo seguro mejoraría al enterarse de que uno de sus hijos, Carlos Fernando, dirige el destino de Bogotá, pero no podría creer la relación de perros y gatos con Rodrigo, el hijo de Lara Bonilla.

Escobar, con su SIG-Sauer P226 semiautomática con cargador para 13 balas, su pistola favorita, no hallaría a quién matar. La mayor parte de sus enemigos ya no está. Quizá preguntaría por la suerte de ese mayor Aguilar que se vanaglorió de haberle disparado en el tejado de la casa del barrio Laureles donde lo cazaron, y la respuesta lo dejaría perplejo: de héroe nacional pasó a aliarse con grupos paramilitares para llegar a la Gobernación de Santander, por lo cual fue condenado a nueve años de prisión. Quedaría frío, como un muerto, al saber que Lehder sigue vivo, que no se pudrió en la cárcel y ahora pasa sus últimos años en Alemania. Pero lo que lo mandaría de nuevo a la tumba, incluso si la legión de ignorantes aleccionados por las mentiras y exageraciones de Popeye le pidieran de rodillas no regresar al infierno, quedarse entre ellos, es conocer la suerte del «business» que con tanta bomba y tanto soborno defendió: la producción, las rutas, la distribución, cada eslabón de la cadena del narcotráfico es controlado ahora por los mexicanos, que con él bajo tierra no tardaron en arrebatarle el negocio a los colombianos. Es la gran conclusión de la guerra: todos pierden.

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