Juan Alejandro Tapia
Columnista / 9 de marzo de 2024

En marzo nos vimos 

Para la pregunta de cuánto del genio de Gabriel García Márquez hay en su novela póstuma En agosto nos vemos no hay respuesta. Lo saben sus herederos y los editores encargados de desenredar la maraña de apuntes, correcciones y tachones en los originales desechados por el premio Nobel. Pero que la esencia del escritor colombiano recorre buena parte de sus 150 páginas es innegable: ahí está pintado. El libro tiene sus trazos: en los nombres sonoros y pomposos de sus personajes, en el calor caribeño que exhalan sus párrafos, en los encuentros y desencuentros que traen a la memoria El amor en los tiempos del cólera y en sus obsesiones de viejo verde. 

Ahí está, también, la vieja manera de escribir que sobrevive a las tendencias y a la crítica: bella, limpia, sencilla. Quizá demasiado para uno de los grandes maestros de la literatura, pero no por ello ajena a su estilo. Desde el primer capítulo uno reconoce el ingenio de siempre, el guiño al lector y la sonrisa cómplice detrás del teclado, ahora a través de un alter ego acorde con los tiempos que corren: Ana Magdalena Bach. 

¿Vio venir García Márquez el resurgir del movimiento feminista? De alguien con su agudeza es probable. Y qué mejor manera de empoderar a su protagonista que dejarla decidir sobre su cuerpo. Una mujer que es infiel porque sí rompe las barreras del estigma social, la religión y la familia por el simple derecho a serlo y hacerlo. 

Ana Magdalena no necesita motivos que maquillen sus actos. Tiene un marido atractivo, brillante, comprensivo, con el que mantiene una inusual frecuencia sexual para las parejas de su edad. Pero elige llevarse a otros a la cama cada 16 de agosto cuando visita la tumba de su madre en una isla no tan distante de su ciudad. Mucho menos requiere de los matices emocionales que han actuado por siglos como una camisa de fuerza para justificar el comportamiento femenino, la excusa que suprime el libre albedrío.

Su historia no es truncada de manera sorpresiva, sino macheteada por los editores, aunque el escritor la adorna con su conocimiento del universo femenino y varios diálogos de pareja dignos de lo mejor de su obra. Solo quien haya leído ya la novela podrá entender el contexto de esa conversación de alcoba en la que la señora Bach pregunta a su esposo Doménico si una joven con la que este se ha acostado «¿lo tenía horizontal?».

El autor enciende una cámara que sigue a Ana Magdalena todo el tiempo. La vemos embarcar y desembarcar del transbordador que la lleva a la isla, interactuar con el taxista que la recibe en el puerto y con la vendedora de flores que la espera con un ramo de gladiolos; la vemos caminar por el cementerio y en la soledad de su cuarto de hotel; la vemos en la intimidad del baño, aseándose a las carreras antes de hacer el amor. Ella es la novela, el único personaje moldeado y pulido con técnica de alfarero.

Con los demás queda la sensación de que no tienen vida propia y solo están ahí para reflejar la luz de la protagonista. Son lo que pudieron haber sido en la cabeza del Nobel antes de que los abandonara para siempre en la oscuridad de su desmemoria. Doménico Amarís, por ejemplo, tenía potencial para convertirse en un Juvenal Urbino del siglo XXI. ¿Cómo habría sido? Tal vez un marido dispuesto a aceptar los deslices de su esposa mientras él pueda continuar con los suyos o esta no se vaya de su lado. 

Lo mismo la hija de Ana Magdalena, decidida a hacerse monja pese a su afición por los placeres de la noche, incluido su novio trompetista de jazz. Y, entre los amantes furtivos de la señora Bach, el vendedor de seguros marítimos de una empresa con sede en Curazao ha podido no volver a aparecer un par de veces para, con su ausencia, reafirmar su presencia.

Son conjeturas nada más, sobre una obra que despertaba dudas y temores a su creador desde antes de embarcarse en la nave del olvido. Dije, al comenzar esta columna, que En agosto nos vemos está pintado Gabriel García Márquez, y es la sensación que me deja: un borrador, uno de tantos. Existen cuatro versiones del cuadro El grito, de Edvard Munch. La «original» y más famosa, de 1893, se encuentra en la Galería Nacional de Oslo, pero las otras no están ocultas en una bóveda: dos son exhibidas en el museo Munch, también en Noruega, y la restante fue vendida en una subasta para una colección privada. Es la constante con los maestros de la pintura. Y también de la literatura

Sucede con los genios que no hay nada que pueda ponerle freno a la curiosidad por su obra. Si están muertos queremos que su talento nos ilumine una vez más, no ya como un abrazo de despedida, sino como un adiós a la distancia. La responsabilidad de publicar En agosto nos vemos este 6 de marzo, día del cumpleaños del escritor nacido en Aracataca en 1927, fue exclusiva de los herederos del Nobel, pero la de leerla, a pesar de conocer de sobra que no la consideraba digna de llevar su nombre, es de sus devotos y admiradores. Tanto unos como otros lo hemos defraudado.

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