Sonia Gedeón
Columnista / 6 de marzo de 2021

A propósito del Día de la Mujer

Mucho se habla de equidad de género y del protagonismo creciente de la mujer en el deporte, la ciencia, las artes, la política, la tecnología, la banca, etc. Sin embargo, la realidad es otra. La diferencia entre ambos géneros sigue siendo mayúscula, más aún en sociedades machistas como la nuestra.

El último informe del Banco Mundial muestra, que las mujeres accedemos solo al 75% de los derechos que tienen los hombres, y en lo laboral, en igualdad de condiciones por educación y cargo, el salario sigue siendo menor, entre otros factores. Para la muestra, hace una semana se eligió al empresario del año en Colombia, y entre más de 15 postulados por regiones a lo largo y ancho del país, no hubo ni una sola mujer reseñada.  

Y es a propósito del Día Internacional de la Mujer, que se celebra el 8 de marzo, que más que flores, chocolates y mensajes de felicitación, quiero honrar a cinco mujeres que por su trabajo, talento y forma de enfrentar la vida, de alguna manera me han marcado un camino y dejado una huella que perdura. Ellas son, parodiando a la escritora chilena Isabel Allende, las mujeres del alma mía: Benazir Bhutto, Katherine Graham, Oriana Fallaci, Teresa Pizarro de Ángulo y Sonia Osorio.

A tres de ellas, Benazir, Sonia y Doña Tera las conocí personalmente en distintas situaciones y escenarios, mientras a Katherine, fue a través de su papel como directora del Washington Post y el manejo que le dio al escándalo de Watergate, y a Oriana por su prolífera obra como reportera de guerra, escritora y en sus infalibles cara a cara con 26 líderes mundiales en su libro Entrevistas con la historia. Entre estos: Henry Kissinger, Yasser Arafat, Golda Meir, Rey Hussein de Jordania, Indira Gandhi, Willy Brandt, Mohamed Reza Pahlevi y Mario Soares.

Mi primera aproximación a la líder pakistaní Benazir Buttho fue en 1990, leyendo su autobiografía Hija del destino (Daughter of Destiny). Es un libro que describe las realidades de las mujeres en un país musulmán, independiente de la casta, el poder y la educación. Nacida en el seno de una familia poderosa política y económicamente, estudió ciencias políticas en Oxford. De regreso en su país y ante el confinamiento de su padre y posterior asesinato en prisión, se convirtió en una líder activista en defensa de la democracia.

Mientras el mundo se despertaba a la liberación femenina, no tuvo otra opción a sus 34 años que casarse en 1987 en un matrimonio arreglado por las familias, para poder avanzar políticamente tanto dentro como fuera de Pakistán. Un año después fue elegida primer ministro, convirtiéndose en la primera mujer en ocupar ese cargo en un país musulmán. Mas ese camino para alcanzar el poder, no fue precisamente un camino de rosas en la convulsionada Pakistán. Siempre contó con la oposición de los partidos religiosos y de los militares, que no admitían que una mujer estuviera al frente del Gobierno y lograron destituirla las dos veces que asumió el cargo.

Vivió en el exilio, estuvo presa en varias ocasiones, aislada en condiciones deplorables mientras luchaba contra el regimén militar para devolver la democracia a su país. “El liderazgo es la fortaleza de las propias convicciones, la capacidad de soportar golpes y de la energía para promover una idea”, solia decir.

A Cartagena llegó a participar en la Cumbre de Países No alineados, en 1995, cuando ejercia su segundo periodo como primer ministro. Fue asesinada el 27 de diciembre de 2007, mientras buscaba una tercera reelección como líder del opositor Partido Popular de Pakistán (PPP), con las encuestas a su favor, dos semanas antes de las elecciones.

En mi memoria permanecen sus suaves maneras, el pacto consigo misma para atenuar las cicatrices de la represión que marcó el rumbo de su vida y le forjó el carácter, unas fotos y la dedicatoria que me dejó en el libro: “Lovely to see I have a friend in Colombia”.

El mundo de Katherine Graham, antes de llegar a la dirección del Washington Post, era el de una mujer elegante, agradable con muchos amigos en las altas esferas del poder político y de la alta sociedad, y se alejaba mucho del perfil que un periodista habría querido para su jefe. Su llegada al Post se puede decir que fue un aterrizaje forzoso. Reemplazaba a su marido, que acababa de suicidarse; heredaba el poder de su padre que ella gentilmente había cedido a su marido en la dirección del Post y se mostraba tímida y retraída ante la responsabilidad.

Sin embargo, demostró cuánto era capaz, en un mundo masculino y empezó a proyectarse como una mujer con una voluntad indoblegable y de ideas claras. Para empezar, se negó a lo fácil, vender el periódico que su padre había adquirido en un remate. Aprendió el oficio, se rodeo de profesionales de primer orden y les dio todo su respaldo.

Bajo su mando y contra viento y marea, se arriesgó a apoyar a su equipo y a sacar a la luz el tan sonado caso de Watergate, que acabó con la dimisión del presidente Nixon, sin que le temblará la mano, sin perder su compostura y finos modales.

 Con Katherine en la dirección, el Post dejó de ser un periódico económicamente frágil, editorialmente mediocre al servicio del establecimiento, para ser competencia directa del entonces número uno del mundo, el New York Times, mientras su legado como servidora pública estuvo por encima del lucro o las creencias políticas, como corresponde a los propietarios de los medios de comunicación, que hoy sucuben bajo las presiones de las redes sociales, el sensacionalismo, la tiranía de la pauta y la independencia condicionada.

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