Por estos días en que China celebra con gran pompa los 100 años del Partido Comunista y le cuenta al mundo cómo ha logrado ser la segunda economía global por 11 años consecutivos, no puedo menos que traer a tiempo presente mi primer viaje a la China de Mao, en 1983, cuando emprendí una aventura por ocho países de Asía.
Entré por Shanghai, un puerto mustio en la época, donde, recuerdo, me inventariaron prenda por prenda la maleta, y me advirtieron que debía sacar todo sin excepción, so pena de castigo. Al llegar al hotel retuvieron el pasaporte y en cada piso de habitación había un gendarme que se encargaba de abrir las habitaciones cada vez que un huésped llegaba, y nadie tenía derecho, como turista, a andar la ciudad sin un guía asignado. Tampoco se podía dar propina. La moneda de los nativos era distinta y pocas tiendas solo para extranjeros.
Las ciudades eran muy oscuras. En las noches encendían lo mínimo de luces tanto en los hoteles y vías públicas, como los pocos autos que existían para evitar que los enemigos detectaran donde había grandes asentamientos poblacionales. Todos los chinos andaban en bicicletas, uniformados en overoles grises, azules o verdes.
Beijín era de unas dimensiones inimaginables. Silenciosa, no se escuchaba ni el zumbido de una mosca, a pesar de los miles de millones de habitantes. La gente era extremadamente callada, mientras con la mirada parecían decir muchas cosas.
Una China donde la opresión, el hambre y el control absoluto del ciudadano hacían del país un lugar lúgubre y sin libertades.
En pleno corazón de la ciudad, muy cerca de la monumental Plaza Tiananmén, de 440.000 metros de extensión que da acceso al majestuoso complejo arquitectónico de 980 edificios construidos en madera, que conforman la Ciudad Prohibida, uno de los tesoros mejor conservados del mundo y residencia de los emperadores por casi 500 años, desde la dinastía Ming hasta la dinastía Qing, Beijín era una metrópoli venida a menos.
En contraste a esa Ciudad Prohibida deshabitada convertida en un gran museo de 78 hectáreas, fuera de ella, Beijín era un gran tugurio tapiado. Sus habitantes vivían en lo que bauticé ratoneras, y ellos llaman ‘Hutongs’. Eran unas madrigueras impenetrables. Unos verdaderos laberintos que logré medio husmear por mi rebeldía de periodista. En ocho metros cuadrados vivían familias completas, mientras los baños y las cocinas eran espacios colectivos indescriptibles.
La China que hoy se proyecta al mundo, y que reconocí nuevamente en el 2010, después de los Juegos Olímpicos de 2008, le compite de tú a tú a las grandes economías mundiales. Es el verdadero ‘renacimiento’. Adaptaron el capitalismo a las necesidades locales, y con ello modernizaron el país y se convirtieron en potencia mundial.
Atrás quedó la China oscura y lúgubre de Mao. Hoy sus grandes avenidas están llenas de automóviles, cuentan con el aeropuerto más grande del mundo. El Beijín Daxing, en 20 minutos, conecta con un tren de alta velocidad la ciudad con el aeropuerto, todas las cadenas hoteleras tienen magníficos hoteles allí, la infraestructura vial y los puertos interconectan al país de manera expedita. La tecnología llegó para quedarse; la vida nocturna le compite a las grandes capitales de occidente; los centros comerciales tienen todas las marcas de lujo y de los 3.200 ‘Hutong’ en pleno corazón de Beijín quedan muy pocos, que limpios y con otra cara son un atractivo turístico, como una huella indeleble de su doloroso pasado.
Para turistear, China es una fantasía. Su historia es inagotable y sus monumentos y sitios históricos, como la Muralla China construida a 400 metros sobre el nivel del mar; el Templo del Cielo, de forma circular y sin clavos; los Guerreros de Terracota en Xiam, un singular ejército de 8.000 figuras representadas en las caras de sus habitantes, no hay rostros iguales, contrasta con la modernidad que catapulta a Shanghai, con sus enormes rascacielos en su distrito financiero de Pudong, como el World Financial Center con su figura indiscutible de destapador de botellas, diseño de la firma estadounidense Kohn Pederson.
El partido se puede seguir llamando comunista y tener 92 millones de miembros, que los chinos asumen con sentido práctico, como un incentivo, más allá del nacionalismo o la ideología. Es una forma de obtener estatus, tener una red útil de contactos y acceso a una carrera prometedora bien sea en el sector público o en el público-privado, donde la dirección del Gobierno mueve los hilos del capitalismo.