Juan Alejandro Tapia
Columnista / 2 de septiembre de 2023

Como ordene y cumplida su orden

Sube, sube
guerrillero
que en la cima yo te espero

La milicia no funciona como una empresa convencional, con sus gerencias de recursos humanos y bienestar laboral, ni más faltaba. La jerarquía, es decir la línea de mando, es el esqueleto de hierro que sostiene el edificio. Si falla, la estructura colapsa. Por lo menos así lo han hecho ver los militares, hasta ahora. «Como ordene y cumplida su orden», fue lo primero que aprendí luego de mi reclutamiento el 9 de diciembre de 1991 como parte del sexto contingente de ese año. Era lo único que necesitaba saber, me dijeron, para no tener problemas con mis superiores en la Primera División del Ejército, guarnición con una salida al mar Caribe de playas vírgenes y arena blanca, rodeada por el complejo montañoso de la Sierra Nevada, a cinco minutos del centro de Santa Marta. El paraíso, de no ser por lo que allí pasaba.

Sin importar la naturaleza de la orden o sus alcances, hay que ejecutar cuanto antes y entregar el parte correspondiente. Esa es la verdadera orden, la orden de órdenes, acatar sin chistar. «Cumplida su orden, mi…».  A los 16 años, mientras patrullas un cerro con el uniforme mojado en agua salada, el fusil G3 de fabricación alemana terciado al pecho y cuatro proveedores amarrados a la cintura, casi un cuarto del peso corporal de un bachiller famélico alimentado con papas fritas y gaseosas, es imposible negarse a despescuezar un gallinazo para comértelo en caldo o no reírte del «lanza» caído en desgracia al que le ha tocado pararse en frente de la compañía, flexionarse y desnudar sus nalgas para recibir siete tablazos como castigo de su superior inmediato por vomitar la comida.

Reírse a carcajadas incluso, con esa sonoridad de efecto dominó que respalda la violación de los derechos del otro, de un «lancita» como tú, de 15 o 16 años, porque solidarizarte con él podría exponerte a correr su suerte o a un castigo «ejemplar», como si no poderte sentar durante una semana no lo fuera ya. Un castigo como que te encierren 24 horas en un calabozo con toda la lacra de la institución (homicidas, ladrones, vendedores de armas) por no pasar la prueba de limpieza del fusil, que consiste en introducir por el interior del cañón un pañuelo blanco que debe salir sin mácula. «Normal en el Ejército», repetimos todos como loros para justificar lo que acaba de pasar, sin la menor muestra de compasión por el «lanza» que no da para erguirse y amarrarse el pantalón, y morral a la espalda seguimos cerro arriba con nuestro cántico de guerra.

Con granadas y morteros
tus ojitos sacaremos
y tu sangre beberemos

Pero de normal no tiene nada, como no lo tiene que un comandante les exija a sus oficiales, suboficiales y soldados «carrotanques de sangre», que fue lo que ocurrió con el general Mario Montoya Uribe en la IV Brigada de Antioquia, por lo cual la Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad de la JEP decidió imputarle cargos a título de autor de crímenes de lesa humanidad por 130 asesinatos extrajudiciales o ‘falsos positivos’ entre 2002 y 2003. Según los magistrados de la Jurisdicción Especial para la Paz, Montoya, uno de los generales más laureados de la historia y considerado un héroe nacional después de liderar la Operación Jaque que permitió la liberación de Íngrid Betancourt y otros secuestrados, pedía «litros, chorros, ríos, barriles o carrotancados» para presionar a sus subalternos por sumar y sumar bajas en combate.

Pobrecito guerrillero
se topó con un lancero
 y de baja le daremos 

Pobrecitas, más bien, las familias de esos 130 jóvenes a quienes disfrazaron con camuflados y botas de campaña para alimentar una tabla de resultados y entregar un parte de victoria amañado, porque Montoya, cuyos manipulados éxitos operacionales lo llevaron a la comandancia del Ejército Nacional, también tenía un superior en la cadena de mando, como los coroneles, mayores, capitanes, tenientes, sargentos y cabos que le respondían a él y que volvieron una política de Estado asesinar inocentes sin trabajo solo para reportar cuanto antes ese «cumplida su orden» que les enseñaron a tablazos o con castigos más bajos desde su primer día en la escuela militar. 

Pobrecita, más que nadie, la mamá de la niña Érika Castañeda, que el 9 de marzo de 2002 fue presentada como abatida en combate contra el IX Frente de las Farc en el municipio de San Rafael, Antioquia. Ella misma, en condición de testigo, recordó ante la JEP el lamento profético que ese día le gritó al general durante la rueda de prensa en la que este sacaba pecho por el resultado de la operación: «A ti te va a hacer falta vida y a mí me va a sobrar para que me compruebes que mi hija era una guerrillera».

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