Juan Alejandro Tapia
Columnista / 17 de agosto de 2024

Dolor de muela

Todos tenemos un botiquín para el cuerpo y otro para lo que llamamos alma, conciencia, yo interior o lo que sea. El primero depende de las molestias que suelen atacarnos a mitad de la noche o durante un viaje, lejos de la posibilidad de acudir al médico, y que hemos aprendido a combatir con fármacos de libre acceso o recetas caseras. En mi caso, he sufrido desde niño de fuertes y periódicos dolores de muelas y encías. Eso me da cierto estatus cuando mi cara empieza a contraerse y la mueca de fastidio es evidente. Puedo salirme de una reunión tediosa, faltar al trabajo sin aviso previo, excusarme de un compromiso adquirido, en fin. La mala reputación de este padecimiento supera a la de otros de su estirpe y ninguno permanece indiferente al mencionarlo.

Por eso lo primero que empaco antes de salir de casa es una cartuchera con pastillas y ungüentos que me acompañan a donde voy. No daré los nombres de los medicamentos porque lo mejor es que cada uno de ustedes encuentre los suyos o se someta a un chequeo si el dolor es persistente. Pero voy a contar la historia de cómo apareció en mi vida, para no marcharse jamás, el antídoto contra mi más fiel tormento.

El doctor Lacouture, así me lo presentaron cuando era niño, y los diplomas en la pared de su consultorio respaldaban su prestigio. Fue mi primera cita con el odontólogo y también una de las últimas. Mi madre había sido su paciente, y hace cuarenta años, cuando no existía el modelo actual de salud, uno heredaba los médicos de sus padres. Una de mis mejillas parecía esconder una pelota de golf, y el dolor había sido tan insoportable la noche anterior a la cita -había que agendarla y esperar a que la secretaria abriera un lugar- que mi sistema nervioso empezaba a acostumbrarse. Es lo que ocurre cuando atraviesas ese umbral.

Lacouture dictaminó que en esa condición no había mucho por hacer y lo primero era bajar la inflamación. Escribió unos garabatos en una hoja de papel, antibióticos principalmente, pues ya había infección, y de su boca salió entonces el nombre mágico de seis letras y acento agudo que grabé en mi memoria y aún hoy pido en su presentación de 800 miligramos.

«Para el dolor», las tres palabras todavía retumban en mis oídos, su voz no se ha ido, aunque hace cuatro décadas no sé de él. Esa primera experiencia no resultó traumática, pero la que vino después, sí. A la semana volví con una sonrisa de agradecimiento por el efecto milagroso de esa pastilla color naranja intenso -ahora es blanca, como todos los genéricos- y confiado en que lo peor había pasado. Como borrego rumbo al matadero, accedí de manera dócil a sentarme en la unidad dental tipo nave espacial. Todo era un juego para mí, que, emocionado, no me percaté de las miradas cómplices de mi mamá y el doctor Lacouture.

Confieso que el sonido de la fresa lo asocié de inmediato con el de un taladro, pero el rostro relajado del odontólogo, oculto tras unos espejuelos con aumento de fondo de botella, me tranquilizó. Ese hombre bueno había hecho posible que mi rostro deformado volviera a su estado natural y confiaba ciegamente en él. Pero a medida que la broca penetraba más y más, la tensión me jugó una mala pasada. Muerto de miedo, brinqué de la silla y el movimiento inesperado tomó por sorpresa al doctor, por lo que no pudo retirar a tiempo el instrumento.

Fue en ese momento que experimenté el dolor más profundo e intenso que he sentido hasta ahora. Ese segundo bastó para dar por terminada mi relación con la odontología antes de empezar. Desde entonces, cada vez que una punzada inesperada me alertaba sobre la posibilidad de que me llevaran otra vez donde el doctor, corría a la farmacia más cercana a comprar el antídoto de Lacouture. Y así sigo hoy, bajo el efecto sedante de esa pastilla que me permite escribir.

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