Una de las razones por las que Gustavo Petro confía ciegamente en Armando Benedetti es porque sabe que el barranquillero es de los pocos políticos en Colombia que no envidia su puesto. Al ministro del Interior, reconocido por su habilidad para moverse como pez en el agua en los bajos fondos del clientelismo y la burocracia, no le interesa ser presidente, y por eso le habla al oído sin dobleces ni matices, a diferencia de sus otros colaboradores cercanos, en los que el jefe del Estado ha detectado mucha preocupación por su carrera política y su imagen frente a la prensa y las redes sociales.
Oportunista, desvergonzado y malhablado son los calificativos más suaves para Benedetti en los pasillos del Palacio de Nariño y del Congreso de la República, donde lo han visto crecer desde su aparición hace más de dos décadas como representante a la Cámara por Bogotá —antes había sido concejal de esa ciudad— hasta convertirse, en las últimas semanas, en el hombre fuerte del Gobierno y la mano derecha de Petro. Sin embargo, sus enemigos de verdad, que los tiene por montones aunque lo saluden ahora con palmadas en la espalda, lo ven como uno de los estandartes de la politiquería tradicional y lo relacionan con tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito y hasta violencia de género. Nada que alarme a Benedetti, quien tiene la propiedad de sumergirse en el océano de la corrupción nacional y salir apenas salpicado.
Si al flamante ministro del Interior no lo seduce ocupar la silla presidencial, mucho menos le preocupa la opinión de la izquierda radical y de los antiguos militantes del M-19, camaradas del presidente, a quienes no les termina de encajar que sea precisamente un político de carrera, nacido en cuna de oro, el encargado de la estrategia de defensa de las reformas sociales del Gobierno del “cambio”. Pero Petro confía en otra característica de Benedetti que lo ha vuelto indispensable desde la campaña presidencial de 2022: su obsesión por salirse con la suya.
Fue esa obstinación por ganar a cualquier precio, quizá para sacar pecho ante los de su especie, la que lo llevó a cambiar de bando cuando percibió que Petro tenía oportunidad de convertirse en el primer presidente de izquierdas de la historia de Colombia. No hay que olvidar que Benedetti, como un camaleón, aunque sin sonrojarse, dio el salto del Uribismo al Santismo y de ahí al Petrismo, es decir, pasó de la derecha dura de la seguridad democrática a la izquierda progresista de la paz total y la política del amor. Y nada indica que, llegado el momento, no pueda recoger sus pasos y volver atrás.
Porque lo que verdaderamente le importa a Benedetti es Benedetti mismo. La estabilidad del país es un juego que asume con inteligencia, astucia, conocimiento y experiencia, pero, sobre todo, con indiferencia. A sus 57 años, para el ‘enfant terrible’ de la política nacional no hay orilla ideológica que amerite deteriorar la relación con un amigo, un cómplice o un aliado, por eso escribe con familiaridad al whatsapp de la representante Katherine Miranda o se presenta en la oficina del presidente del Congreso, su paisano Efraín Cepeda, sin fijarse en minucias como que son dos de los principales contradictores de su jefe.
El poder es una droga a la que Benedetti es adicto, no como esos zombies atrapados por el fentanilo, categoría en la que cabrían perfectamente Uribe, Vargas Lleras y el mismo Petro, sino a la manera de un consumidor social. Si fue capaz de aguantar dos años en el ostracismo y volver para ocupar el lugar que considera le corresponde por su aporte a la campaña no es porque no pueda vivir fuera del primer círculo de mando, sino por tratarse de la consumación de su venganza contra Laura Sarabia, su antigua secretaria en el Senado, quien aprendió en silencio todos sus trucos y a punto estuvo de dejarlo sin nada.
Que no quepa duda de que Benedetti es el arquitecto de la consulta popular promovida por el presidente para que los colombianos decidan la suerte de las reformas laboral y de la salud. Es la idea de un hombre sin convicciones ni militancia ni interés distinto a su gloria particular. Es la idea de un jugador que disfruta la adrenalina del todo o nada. De salirle bien, exhibirá su sonrisa de Maquiavelo frente a las cámaras y extenderá su leyenda de componedor. En caso contrario, no tardará en dejar el Pacto Histórico para ir a buscar otro árbol que le dé sombra.