Carlos Polo
Columnista / 1 de julio de 2023

Farewell para el ‘último de los hermosos caballos salvajes’ 

Al igual que su vida que transcurrió bajo el encanto de la soledad y el silencio, en total disyuntiva con su poética de la violencia y la brutalidad que anida en la condición humana, Cormac McCarthy, el último de los desencantados, se despidió de este mundo a sus 89 años, en total discreción, en calma, alejado de las cámaras y la banal socialité.

Solitario, ermitaño, al igual que el viejo guardián, el gran Salinger, McCarthy fue alérgico a la fama, a la autopromoción; decía que, para conocer su obra, no había otra forma más que simplemente leer sus libros, de nada servía dar entrevistas o hablar sobre la obra. El hijo de Providence Rhode Island, en este 2023 emprendió el más profundo y conmovedor de los viajes.

El pasado 13 de junio no hubo incendios en la colina y seguramente, aquel hombre de ojos color turquesa y mirada locuaz emprendió el camino por una solitaria e infinita carretera, o simplemente, el viejo y duro Cormac se quedó para siempre sentado frente a su antigua Olivetti escribiendo lo mejor que ha escrito nunca…   

El ganador de una Beca MacArthur, del premio Pulitzer y el National Book Award de ficción, murió por causas naturales en su rancho de Nuevo México (Santa Fe). Su partida de este plano se dio de forma tranquila, sin dramas, sin la truculencia mordaz que acompañó a más de uno de sus intensos personajes de ficción.

La voz más potente de los Apalaches partió de este mundo llevándose marcada en el alma la enorme certeza de que en definitiva vivía en un País que no es para viejos. Fiel a sus principios insobornables, logró mantener hasta el final ese pequeño fuego encendido; por diminuto que fue, por oculto que estaba…

Poseedor de un verbo filoso, crudo, lumínico y desgarrador, con su partida la literatura perdió al último de los genios sombríos. Enemigo de la pirotecnia, el barroquismo indiscriminado de los Proust y los James, lo suyo siempre estuvo mucho más cercano al ruralismo realista de Faulkner, pero ‘atiborrado de anabolizantes’, porque logró ir mucho más allá con sus personajes desahuciados, grotescos, inadaptados.  

El flemático y melifluo de Bloom lo metió entre esas arbitrarias categorías que determinan el caprichoso canon, poniéndolo a compartir podio al lado de Delillo y Roth, pálidos y pechos fríos señorones bien pensantes, que no se acercan ni un poco a la macabra exuberancia apocalíptica del autor de: No country for old men, adaptada al cine por los hermanos Coen; La Carretera, obra ganadora del Pulitzer y también llevada a la gran pantalla; Todos los hermosos caballosHijo de Dios, Meridiano de sangre y otras obras maestras de lo macabro y lo sombrío.

Los tópicos que aborda la pluma de McCarthy hacen palidecer a cualquier bien burgués desorientado que se acerque por casualidad a sus pequeños universos plagados de íntimas y flagelantes ficciones como: el canibalismo, el incesto, el asesinato; la violencia brutal y desenfrenada; la violación; los pequeños hombres enfrentados a condiciones extremas, flagelados seres anodinos predestinados al fracaso y la soledad, que sobreviven entre lúgubres y devastados  paisajes, entre comunidades dañadas, podridas, no aptas para áulicos románticos y custodios de la ‘buena vida’ y el ‘buen gusto’.

Los olvidados de siempre, los sin voz, los freaks, los perdedores, los vagabundos, los ladrones, las prostitutas, los asesinos, los psicópatas, los hombres viejos y destruidos que transitan esa particular cronotopía disruptiva y atemporal, que le ayudó a resignificar el subconsciente de los Estados Unidos, mostrando su lado más duro y feroz, como quien busca construir un nuevo canon.

Incluso desde los aspectos más formales de la escritura, este narrador, minimalista, claro y preciso como un escalpelo, dictaminó su propio camino, sus diálogos dinámicos y realistas, no están marcados por las comillas, el mismo punto y coma fue un para él un trasto inútil, y los dos puntos los usó en muy contadas ocasiones, rebelándose frente al oficialismo académico.

“No hay razón para manchar la página con pequeñas marcas raras. Creo en los puntos, en las mayúsculas y en la coma ocasional, y ya”, sentenció en una de las rarísimas y escasas veces que dio entrevistas.

Era un narrador nato, melvilleano, faulkneriano, heredero directo de Hemingway. Su hablante narrativo está plagado de argots y arcaísmos, en donde su majestad el verbo, es el absoluto monarca. Minucioso en sus obsesivas descripciones gráficas, McCarthy adentra a sus lectores en sus oscuros laberintos y en sus arrebatos salvajes de gran cuidado estético, tanto como en sus asaltos de violencia descriptiva.

Sus búsquedas estéticas particulares, sus temas recurrentes, sus obsesiones, su verbo ágil, frenético, dotado de un ritmo feroz y apabullante lo convirtieron en un creador distinto, genuino, alejado de los patrones preestablecidos que han convertido el arte en un molde y una artesanía que imita lo mil veces imitado. Su alergia y su distancia con las disposiciones canónicas, lo convirtieron en un real perseguidor de la voz auténtica, como quien busca fundar un nuevo pathos.

Un mago en el manejo de la intensidad y la tensión, un desacralizador, un forajido, el último nihilista puro, McCarthy parecía extraer de sus más retorcidas pesadillas, la materia orgánica con la que componía sus sinfonías salvajes, prosaicas, duras, filosas, a fin de cuentas, humanas, demasiado humanas… Diría Nietzsche.

Ahora solo nos queda cantar este réquiem con acento sureño para esa especie de gran ballena blanca que no se dejaba pescar, para el último de los grandes novelistas norteamericanos, para el último de los hermosos caballos salvajes que ahora trota libre bajo el cielo incendiado de los Apalaches.

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