En la casa donde he vivido siempre suelo tropezarme con fragmentos de mi historia desperdigados por los rincones, como un diario que no ha sido escrito con tinta sino con cosas usadas: un barco de juguete marca Fisher-Price, regalo de mi padre, con su capitán desfigurado por las dentelladas de no sé qué perro hace tanto tiempo; la piedra de moler utilizada en la cocina desde que tengo recuerdos, todavía hoy con el característico olor a ajo de medio siglo atrás; el payaso de plástico en el que mamá guardaba sus joyas en el compartimiento de las baterías para que nadie supiera dónde las tenía; el cepillo de peinar canas de la abuela Carmen, heredado por mí y finalmente por Lucas, el último de los catorce perros que han ido y venido por estos pasillos, ahora que me he quedado sin pelo; el zapatico blanco de cuero blando que entró en mi pie derecho cuando intentaba levantarme del suelo y fue guardado como un tesoro en una cajita de cartón con una bolsita de dientes de leche a su lado; la cartilla de vocabulario del colegio, laminada con material indestructible; un futbolín de madera en inmejorable estado al que se le ha extraviado el balón; la enciclopedia El Mundo de los Niños y el diccionario Larousse ilustrado, que eran mi Wikipedia de los 80s; un boletín de calificaciones de séptimo grado y un carné en el que descubro a un adolescente parecido a mí, pero con la mirada perdida y el cutis lleno de pequeños volcanes rojizos; una camiseta original del Junior campeón de 2004 que aún llevo al estadio para aprovechar la moda retro; la máquina de afeitar Gillette de mi padre, puro acero inoxidable, con sus compuertas levadizas para introducir la cuchilla; una mecedora en la que mi familia vio pasar la vida y yo ya no tengo minutos para sentarme; una grabadora de CD comprada con mi primer sueldo, que aún retumba en el ambiente cuando alguien la enciende; una vajilla completa dentro de una alacena, depositada ahí hace tres o cuatro décadas, a la espera del día anhelado en el que por fin vaya a ser estrenada; un reloj de pared detenido a las 3:10 de quién sabe qué año; el baúl de madera con doble cerrojo que mandó a hacer mi vieja para que no me robaran los objetos personales en el batallón donde presté el servicio militar; la correa y los zapatos color miel de mi matrimonio, que de vez en cuando uso por lo bien conservados que están; la Biblia abierta en el salmo 121, tal cual como la dejó mi madre, con un papelito de su puño y letra con la palabra «poderoso». Y por último estoy yo, a punto de cumplir cincuenta años, notario silencioso de un inventario del que también hago parte.