Juan Alejandro Tapia
Columnista / 31 de mayo de 2025

Fragmentos

En la casa donde he vivido siempre suelo tropezarme con fragmentos de mi historia desperdigados por los rincones, como un diario que no ha sido escrito con tinta sino con cosas usadas: un barco de juguete marca Fisher-Price, regalo de mi padre, con su capitán desfigurado por las dentelladas de no sé qué perro hace tanto tiempo; la piedra de moler utilizada en la cocina desde que tengo recuerdos, todavía hoy con el característico olor a ajo de medio siglo atrás; el payaso de plástico en el que mamá guardaba sus joyas en el compartimiento de las baterías para que nadie supiera dónde las tenía; el cepillo de peinar canas de la abuela Carmen, heredado por mí y finalmente por Lucas, el último de los catorce perros que han ido y venido por estos pasillos, ahora que me he quedado sin pelo; el zapatico blanco de cuero blando que entró en mi pie derecho cuando intentaba levantarme del suelo y fue guardado como un tesoro en una cajita de cartón con una bolsita de dientes de leche a su lado; la cartilla de vocabulario del colegio, laminada con material indestructible; un futbolín de madera en inmejorable estado al que se le ha extraviado el balón; la enciclopedia El Mundo de los Niños y el diccionario Larousse ilustrado, que eran mi Wikipedia de los 80s; un boletín de calificaciones de séptimo grado y un carné en el que descubro a un adolescente parecido a mí, pero con la mirada perdida y el cutis lleno de pequeños volcanes rojizos; una camiseta original del Junior campeón de 2004 que aún llevo al estadio para aprovechar la moda retro; la máquina de afeitar Gillette de mi padre, puro acero inoxidable, con sus compuertas levadizas para introducir la cuchilla; una mecedora en la que mi familia vio pasar la vida y yo ya no tengo minutos para sentarme; una grabadora de CD comprada con mi primer sueldo, que aún retumba en el ambiente cuando alguien la enciende; una vajilla completa dentro de una alacena, depositada ahí hace tres o cuatro décadas, a la espera del día anhelado en el que por fin vaya a ser estrenada; un reloj de pared detenido a las 3:10 de quién sabe qué año; el baúl de madera con doble cerrojo que mandó a hacer mi vieja para que no me robaran los objetos personales en el batallón donde presté el servicio militar; la correa y los zapatos color miel de mi matrimonio, que de vez en cuando uso por lo bien conservados que están; la Biblia abierta en el salmo 121, tal cual como la dejó mi madre, con un papelito de su puño y letra con la palabra «poderoso». Y por último estoy yo, a punto de cumplir cincuenta años, notario silencioso de un inventario del que también hago parte.

+ Noticias


La historia del abuelo que le pagó con un gallo y una gallina a su urólogo
‘Medusa’, la nueva serie de Netflix, desata controversia en la audiencia
Un dulce sabor para los diabéticos
Un grano salvaje