Cien años no se pasan volando, pero cuarenta sí. En 1984 entré por primera vez al estadio Romelio Martínez, de la mano de mi padre, para presenciar un espectáculo que hasta entonces no llamaba mi atención. Había sido obligado por él a ponerme una ridícula camiseta a rayas verticales rojas y blancas, con una pantaloneta azul turquí de las de antes, esas apretadas con líneas blancas en los costados: parecía un payaso. Pero me enamoré a primera vista de lo que vi, y, sobre todo, de lo que sentí. Una pasión que hoy sigue viva en mis textos, que es lo único que tengo para devolverle a Junior un poco de lo que me ha dado.
Dos páginas de mi novela Amarillo sangre, publicada hace año y medio, almacenan ese sentimiento de gratitud. En ellas, el periodista judicial Joaquín Higuera, personaje principal, conversa con su reportero grafico de cabecera mientras eligen una foto para la portada del diario donde trabajan. Lo comparto con ustedes como un pequeño homenaje en el centenario del Junior de mi vida.
«Fútbol, mujeres y periodismo constituían la santísima trinidad de sus conversaciones, en ese orden jerárquico. Las charlas, casi siempre, empezaban de manera acalorada por el mal desempeño de un jugador y la falta de amor por la camiseta endilgada por Higuera a directivos, cuerpo técnico, futbolistas y aficionados. Muy atrás quedaban aquellas tardes de domingo en las que, de la mano de su padre, había aprendido a amar los colores rojo y blanco que identificaban al equipo de su ciudad y conocido los secretos de un juego en el que el vencedor no siempre era el mejor y los más débiles tenían una oportunidad, que era lo que más lo maravillaba del fútbol, la posibilidad de que once hombres sin los atributos técnicos de sus rivales, pero aferrados al esfuerzo físico y a un planteamiento táctico cumplido a rajatabla, fueran capaces de sobreponerse a su desventaja natural y llevarse la victoria.
Las filas para ingresar al viejo y destartalado estadio Romelio Martínez, recordaba con claridad, parecían serpientes apareándose dentro de un canasto, pues no se sabía dónde comenzaba una y terminaba otra, pero pocas veces había sido más feliz que bajo la canícula enceguecedora de la gradería descubierta que daba a la carrera 44, en la que cinco mil hinchas apretujados no tenían reparo en compartir su sudor con tal de que el Junior de su alma les regalara noventa minutos de satisfacción, y donde los olores a huevo cocido, butifarra, manzana caramelizada y chorizo recalentado iban y venían por esas tribunas de cemento a las que todos acudían con un cojín para no sufrir una lesión ósea o una quemadura en las nalgas.
Gracias a los brazos de su progenitor, que muchas veces operaron como tenazas para impedir que obstaculizaran su radio visual o lo asfixiaran, había podido admirar el talento de Víctor Ephanor, la Bruja Verón, el Maestro Alfredo Arango, el Loco Delménico y, más adelante, cuando tuvo edad para ir por su cuenta, de Babington, Didí, Uribe y del que más aplaudió en su juventud, el argentino Carlos Ischia, tan parecido físicamente a su padre que los confundían en la calle por el cabello rubio, liso y escaso, y las entradas prominentes en la frente.
No había vuelto a ir al estadio desde el título del 93, pero ni falta le hacía luego de aquella final inolvidable con el gol de Mackenzie sobre la hora, cuando todos los cracks sacaron su casta. La jugada la tenía grabada en su memoria: comenzó en los pies del Bombardero Valenciano, quien, en medio de la desesperación, había ido a buscar el balón a su propio campo, lejos de su hábitat de goleador. Cedió el esférico a Pacheco, en la circunferencia media, y el pequeñín lo transportó en puntillas, como quien lleva un encargo frágil, hasta el borde del área enemiga. Allí lo esperaba el genio de genios, Carlos El Pibe Valderrama, quien engañó con un movimiento de cintura a tres jugadores del América de Cali y metió un pase al vacío para que apareciera desde el fondo, como un tren salido de la nada, el irresponsable de Mackenzie, que, en vez de patear al arco, como demandaba el cronómetro, la angustia y su posición favorable, prefirió sacarse del medio al mejor arquero del país, Óscar Córdoba, y prolongar la agonía de la gente con un toque a la red para el 3 a 2. ¡Gooooool! No hubo ni habrá un canto igual.
Para entonces era él quien protegía de la multitud a su padre, no en el templo en ruinas de la calle 72 sino en el colosal Metropolitano de la Ciudadela 20 de Julio, y esa noche, cuando el árbitro por fin pitó y el himno de Barranquilla fue coreado por la afición, volvió a sentir lo mismo que quince años atrás, cuando esos brazos que recordaba grandes y fuertes, pero ya no lo eran, lo rodearon con una descarga de agradecimiento y felicidad. Ese había sido su último partido juntos y desde ese día Joaquín Higuera no había experimentado el deseo de regresar. Lo que sí tenía más presente que nunca y no sabía por qué era el recuerdo de esa figura paterna y de cómo podía pasar horas embelesado escuchándolo hablar. De él, que no había terminado la universidad, le venía la vena narrativa».