Juan Alejandro Tapia
Columnista / 17 de mayo de 2025

La belleza y la política

La belleza no conoce ideologías, no la inclina a la derecha o a la izquierda el peso de las opiniones de su autor. Una obra literaria, musical o pictórica traspasa fronteras y sobrevive a su tiempo cuando es capaz de tocar las fibras ocultas de la sensibilidad humana. Y lo consigue ‘a pesar’ de su temática, no ‘gracias’ ni ‘debido’ a esta. La libertad guiando al pueblo es un manifiesto revolucionario de la Francia de 1830, los tres días de furia que sacudieron a París —27, 28 y 29 de julio— y obligaron a los Borbones a entregar el trono. ¿Pero lo sería sin el trazo magistral de Eugène Delacroix? Para acercarse a la respuesta hay que plantearse por qué la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1789, cuarenta años antes, acontecimiento fundacional de la sublevación de los ciudadanos contra el rey, no inspiró ninguna pintura que trascendiera hasta el presente. Quizá porque no hubo entonces un Delacroix para plasmarla.

La noticia de la muerte del escritor peruano Mario Vargas Llosa, ganador del Nobel de Literatura de 2010, reconocido intelectual de derechas, vino a sacudir mi cotidianidad la tarde del domingo 13 de abril tanto como lo había hecho tres o cuatro días antes la confirmación en viva voz del trovador cubano Silvio Rodríguez, defensor acérrimo de la revolución castrista, de su gira por Colombia en octubre de este año. Aunque de sobra es conocido que el autor de La guerra del fin del mundo abrazó como tantos otros artistas de la época la llegada a La Habana de los barbudos de la Sierra Maestra, fue precisamente la figura de Fidel Castro la que los ubicó en orillas distintas: a Vargas Llosa la constatación de las miserias del caudillo y de la restricción de libertades en la isla, evidenciada desde los primeros años, lo transformaron en un capitalista radical; a Silvio, la mitificación del comandante de uniforme verde oliva y cigarro en la boca lo volvió un comunista intransigente y, por largos periodos, desconectado de la realidad de su pueblo.

Pero la belleza los salvó de caer en el vacío de sus inclinaciones políticas. Nadie recordará, en unas décadas, los incontables artículos y ensayos neoliberales del arequipeño en los más importantes diarios y revistas del mundo, como tampoco resistirán el paso del tiempo las canciones de protesta social del nacido en San Antonio de los Baños, ajenas a una juventud cada vez menos interesada en los gobernantes que rigen el destino del planeta y metida de lleno en la compleja dualidad de su multiverso físico y virtual.

Para decirlo de otro modo, Óleo de mujer con sombrero, Ángel para un final y Quién fuera mantendrán su vitalidad mientras Santiago de Chile, La maza y El necio son ya paredes descascaradas y terminarán por caer de un momento a otro. Así como, en el caso de Vargas Llosa, a nadie parecen interesarle ya las razones por las que el peruano más universal de la historia perdió la presidencia con un semidesconocido Alberto Fujimori en 1990.

Aún si el testamento político de ambos logra sobrevivir más de lo presupuestado, lo hará agarrado de la mano de párrafos y estrofas sobresalientes por su construcción, ritmo, originalidad, vocabulario y conexión con los temas que han desvelado a la humanidad desde la noche de los tiempos —libertad, igualdad, fraternidad, justicia, hambre—, no con un modelo económico o de gobierno predilecto. Agarrado de la mano de la belleza para no caer al abismo, como sucedió con el arte por encargo del bloque socialista soviético, frío e inane, desde la revolución bolchevique de 1917 hasta la caída del muro de Berlín en 1989. Setenta años de una transformación social jamás vista, con sus pocos pro y muchos contra, que hoy son un paréntesis vacío debido a la ausencia, entre otras razones, de un retrato sublime para la historia. No puede la política llevar en hombros a la belleza: un gramo de esta última pesa más que una tonelada de la otra.

Conocida la noticia del fallecimiento de Vargas Llosa entrevisté al escritor barranquillero Carlos Polo. Me dijo, en la charla previa a la conversación grabada, que había terminado por distanciarse de uno de sus autores de cabecera por sus postulados ultraliberales, pero no podía negar la influencia del joven Mario de La ciudad y los perros (1963) y Conversación en La Catedral (1969) en su vocación y formación literaria. A muchos fieles seguidores de la obra del peruano les pasó lo mismo hasta que la aparición de una novela imprescindible y monumental, La fiesta del chivo (2000), los obligó a reconocer que su talento narrativo seguía intacto y no tenía que rogar por el perdón de nadie.

Tampoco tiene que hacerlo Silvio Rodríguez, quizá el más profundo y versátil letrista de la lengua española desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días, aspirante a un reconocimiento semejante al Nobel de Literatura otorgado a Bob Dylan en 2016, a quien sus contradictores acusan de pregonar un mensaje desgastado para los idealistas de mochila y bluyín raído de las décadas de los 60 y 70 y ‘mamertos’ de las nuevas generaciones. Las burlas, sin embargo, no impidieron que Rodríguez, a sus 78 años, agotara las entradas para sus conciertos en Chile en tiempo récord: en apenas seis horas fueron vendidos todos los boletos para sus cuatro presentaciones, en una gira que lo llevará también por Argentina, Uruguay, Perú y Colombia. Es la respuesta natural del público ante un artista imperecedero, así las utopías de otras épocas parezcan mandadas a recoger.

+ Noticias


“La comunidad es el eje de Parques para la Gente en Atlántico”
Víctor Cantillo le ganó la partida al Covid-19
Cejas: ni canosas, ni tipo ‘diablo’; elija siempre la naturalidad
Lo bueno se repite: ‘Rugrats, Adventures in Gameland’ llega en marzo