Juan Alejandro Tapia
Columnista / 19 de noviembre de 2022

La vida de novela de un cronista de película

¿Y esa vara e’ premio?, pensaron sus futuros compañeros de El Heraldo al verlo por primera vez en la sala de redacción del periódico, hace cuarenta años, en agosto de 1982. El director, Juan B. Fernández Renowitzky, y la sempiterna jefa de reporteros, Olguita Emiliani, le dieron la bienvenida con entusiasmo. Sin embargo, pocos lo tomaron en serio. Con veintiún años, y a pesar de las columnas de opinión que había empezado a publicar tiempo atrás, esa cara de niño bueno no daba para más. Ernestico comenzaron a decirle, y así se quedó para siempre. Quién diría que esa vara e’ premio partiría en dos la historia del periodismo costeño.

A punta de escudriñar hasta debajo de la piedras, el pequeño gigante se hizo a un nombre, ya no en diminutivo, sino en letras de molde: Ernesto McCausland Sojo. Generaciones de periodistas lo han tenido como referente: se escribe como McCausland y se aprecia el mundo con los ojos de McCausland. Porque el verdadero legado del gran cronista del Caribe, a cuarenta años de ese mes de agosto en el que fue anunciado como nuevo reportero de El Heraldo y a una década de haber fallecido por cáncer en el páncreas, no es el archivo tangible de su obra, sino la inspiración de su memoria.

Quizá por ser tan alto, empezó por abajo, por la crónica roja, y nada mejor para darle altura al relato criminal que un periodista de casi dos metros. McCausland encontró en las páginas judiciales una plataforma para contar historias. Dicen quienes recuerdan su llegada a El Heraldo, flacucho y con gafas, que no cabía en la silla y a duras penas podía mover los pies cuando se acomodaba frente a su escritorio. «Aquí vas a saber lo que es bueno, enano», fue la bienvenida de Manuel Pérez Fruto, uno de los reporteros de hechos de sangre. «Deja que tengas que salir a la calle a cubrir tu primer 901 (código policial para casos de homicidio)», le advirtió, intimidante, quien se convertiría en uno de sus grandes amigos. Pero él venía de ganarle una primera batalla al cáncer, que lo sorprendió cuando aún tenía acné en las mejillas y lo alejó de la práctica del basquetbol, y no estaba para arrugarse ante nada y ante nadie.

Peréz tenía razón, aunque se quedó corto: no solo Ernesto supo lo que es bueno, también los cientos de miles de lectores del periódico en Barranquilla y la región que cada mañana comenzaron a deleitarse o estremecerse con sus relatos. Era como estar pegado a una serie de Netflix. A principios de los años ochenta ni siquiera existía una sección dedicada a la crónica roja, pero su capacidad narrativa sentó las bases para fundarla.

La calle fue su escuela y los múltiples rostros del crimen, sus maestros. La calle como punto de encuentro, como presencia vívida, mitad territorio conquistado, mitad por explorar. La calle del entrevistador que encanta serpientes con su voz y la del hombre de esquina que hipnotiza con su charla. Con el tiempo fue tan común ver su firma en la primera página del periódico que con una regla medía por centímetros los aportes suyos y los de sus colegas para sacar pecho en la sala de redacción en medio de mamaderas de gallo.

…Y un día se hizo la luz. A mediados de los 80s, Ernesto McCausland descubrió que sus palabras eran el resultado de un inagotable rollo de película almacenado en su cabeza y dio el salto a la televisión. El lenguaje audiovisual fue el que más lo definió como creador, ¿porque acaso no es Mundo Costeño una extensa cinta de más de 1.200 capítulos de duración? El recién inaugurado canal regional Telecaribe fue el primer teatro para un artista que poco después encontraría en el cine su gran pasión, al punto de que en su ópera prima, El último Carnaval (1998), prácticamente toda Barranquilla participó.

En el set, sentado en su butaca de director, conoció a Ana Milena Londoño, quien formaba parte del equipo de preproducción y por los vaivenes del destino terminó en uno de los papeles protagónicos. Ella fue musa, apoyo, confidente, amiga, enfermera, secretaria, voz de su conciencia y madre de sus dos hijas, Marcela y Natalia McCausland.

Con su productora, La esquina del cine (no podía llamarse de otra forma), en la que convergió un grupo de amigos entrañables, sacó adelante las cintas Siniestro (2001) y Champeta Paradise (2002), que nunca fue estrenada y ahora, veinte años después, será exhibida en el marco del Esquina Fest, el festival que rinde homenaje a McCausland los días 18 y 19 de noviembre. La película muestra al cantante Álvaro ‘El Bárbaro’ en medio de los contrastes sociales de su Cartagena del alma.

¿Por qué era tan importante para McCausland contar historias como la de uno de los padres de la champeta o la del trotamundos francés sepultado en territorio wayú que dio origen a Eterno nómada (2012)? Porque la crónica es la mejor manera de explicar la realidad, porque un rostro conmueve más que una cifra, y una lágrima o una sonrisa tienen el poder de cambiar el mundo. Ernesto McCausland lo supo desde sus inicios y lo plasmó en todos los géneros artísticos que exploró con su particular manera de observar, escuchar, oler, tocar, tanto en prensa escrita como en radio, cine, televisión y redes sociales.

A mediados de los 90s, cuando ya en la Costa era una especie de leyenda, se dio el lujo de marcharse a Bogotá a presentar el noticiero QAP, triunfó y regresó: a Caracol Radio, que le abrió las puertas y lo dejó ser; a Telecaribe, su casa, con una vitrina hecha a su medida, A las 11, que abarcaba todo el mediodía, y finalmente a El Heraldo, su hogar, como editor general. Todo comienza donde termina, dicen, y viceversa.

Periodista, cineasta, escritor, presentador, maestro de ceremonia, a los nueve años leyó a Freud, a los cincuenta adoraba a Vallejo, y en el tránsito de uno a otro, Gabo, siempre Gabo. Se escribe con el oído, porque una crónica, una novela, un trino incluso, es también una partitura, una canción. El ritmo se lleva por dentro y varía de un género a otro según la historia. Hay unas que suenan a vallenato, otras a rock, un melómano como Ernesto lo sabía de sobra.

Pero escribir no es un placer, el placer es leer. Escribir cuesta, desgasta, frustra; es imposible salir indemne después de una crónica, un reportaje, mucho menos tras una novela. Como no lo salió Ernesto McCausland luego de Febrero escarlata (2005), la historia del intrépido periodista Capeto Sourdis, perdón, Capeto Cervantes en la ciudad de San Nicolás de los Caños, porque dejó su vida en cada párrafo, en cada palabra. ¿En busca de qué? ¿De un elogio, de una palmada en la espalda? No. En el amor está la respuesta. En el amor hacia los demás y hacia uno mismo, hacia lo que se es y lo que se hace.

Diez años después de su último trino, Esquina Fest celebra la vida de Ernesto McCausland Sojo, el gigante, el amigo, el maestro, y dónde más si no en la Barranquilla que amó y de la que nunca se fue a pesar de haber recorrido el mundo con un morral de historias al hombro y la tonada melancólica del caribeño paseador en la boca. Un festival para hablar de él, y tal vez, «no sé, Ernesto, no sé», para hablar con él.

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