El mejor vividero del mundo, el terruño de mágicas montañas, abundantes y caudalosos ríos, exóticos mares, esta tierrita de mañanas con inigualables aromas de café de exportación, a este lugar que se empeñan en llamar el país más feliz del mundo, el mismo de bosques vírgenes e inexpugnables, este pedazo de tierra de caña brava y aguardiente, señores, está enfermo, y de eso hace ya más de 500 años.
Y es que por las venas de esta patria indígena, negra, zamba, blanca y mestiza, por esta tierra trajinada por filibusteros y culebreros, corren tres venenos, tres tristes tigres que llevamos pintados en la piel, porque el racismo, el clasismo y la aporofobia en esta patria de mis amores, son endémicos, estructurales, esos tres tristes lagartos de afilados dientes hacen parte ya del mismo inconsciente histórico y colectivo de este patria mía del Sagrado Corazón de Jesús.
Esta querida patria mía sigue feliz prodigando a manos llenas los tres venenos que la ‘ennoblecen’, porque no hay nada más noble que una cantante colombiana anulando e invalidando a una compatriota por su color de piel.
Porque en esta patria querida de vallenatos, bambucos, guascas y tecno-carrileras, el racismo es ley. No solo son racistas las mestizas cantantes de extracción popular que se ganan un espacio entre la farándula criolla, lo son el mulato del barrio que ostenta una copia de un reloj de marca y mira a sus amigos de cuadra por encima del hombro. Son racistas y de un clasismo exasperante, la rubia rubísima de la high-life que se asusta con el color de piel ajeno al suyo.
Es racista, clasista y aporofóbico el ejecutivo con complejo de muñeco Kent, que se levantó gracias al esfuerzo de sus padres y a golpe de ICETEX y otros créditos, y ahora, casado con la rubia rubísima de sus sueños, le dice “a su niño de 5 años, no juegues con chicos de color extraño”. Mi negritud no es una piedra, es sordera tenida contra el clamor del día/ mi negritud no es un film de agua muerta en el ojo muerto de la tierra/ mi negritud no es tampoco una torre o una catedral… Dicen los versos del poeta Aimé Césaire.
Mientras que aquí, la gente que se asume de clase, de pedigrí, de buena familia, detesta al pobre, porque la pobreza, en esta patriecita querida, es peste, y para esos ‘Pablo Pueblo’ sin casa, carro y beca, completamente opuestos al testaferrito de la camioneta blanca de alta gama, no hay otra cosa que la exclusión.
Porque en esta patriecita querida de mis amores, los ‘héroes’ son esos tramoyeros de marca mayor, de los que no se tiene noticia, o bajo qué tipo de conjuro, o mediante qué “abracadabra patas de cabra”, le crecieron la cuenta en los paraísos fiscales, las mágicas propiedades y los jugueticos bélicos que guardan en las guanteras. Porque así somos, porque… Cuánto tienes cuanto vales no se puede remediar y si eres de los que no tiene/ baja velas y a remar…
Son clasistas, aporofobicos y racistas, el jefecito o jefecita que ostenta un poder chiquitito y enceguecidos con sus supuestos privilegios, humillan, maltratan, anulan e invalidan porque no tienen idea de liderazgo, y están convencidos de sus derechos de raza, de clase y de poder, olvidando por completo que hace mucho tiempo culminó la oscura era de la esclavitud.
En Colombia la aporofobia es sistemática, campea tranquila como Pedro por su casa, de norte a sur, de este a oeste, entre hombres mirando al sudeste, entre mujeres al borde de un ataque de nervios, en las esquinas, en los semáforos, bajo el dulce neón enconfitado de una discoteca, porque el rechazo al pobre, al negro, al marginado, es norma, porque en esta patria mía, que en tiempos de sororidad, de tercera ola y discursos de reivindicación de los derechos de la mujer, otra mujer, compara a una afrodescendiente con el primate gigante más famoso en la historia del séptimo arte y una barra brava la aviva con vituperios y porras, ¡Fanon sacúdete en tu cripta!
Son racistas, aporofóbicos, clasistas y excluyentes, los pálidos artistas privilegiados que consentidos por este estatus quo caníbal y despojador, viven convencidos de su valor e importancia, anulando al otro, excluyendo a los otros, mientras ratifican y ostentan su ‘inalienable’ derecho a su pedazo de ‘olimpo’, a su indiscutido parnaso de club y capital social.
Mi boca será la boca /de los desgraciados que no tienen boca/mi vida la libertad de aquellas que se desploman en el calabozo de la desesperación… Cantaba desde su orilla el poeta y pensadorDerek Walcott, quien luchó con ahínco contra los tres venenos, contra ese colonialismo impregnado en las mismas venas del pueblo como una especie de enfermedad sanguínea silenciosa.
Al despertar los venenos estaban allí, porque importa poco o nada la otredad, el otro, los otros, su reconocimiento, porque aquí importa poco o nada la alteridad, la condición y la importancia del otro, porque aquí sigue importando más el estatus social o el color de la piel.
En lo personal creo aquí no va a cambiar nada, porque lo que es a este País de las Maravillas, con sus Alicias desplazadas, ¡hace tiempo que se lo llevó el putas! Y no alcanzarán la luz poética de miles de Walcotts o Césaire para aplicarle a esta patria querida de mis amores una cura definitiva que la libere de sus tres venenos.