Wilson García
Columnista / 16 de enero de 2021

Ni abandono, ni olvido

Si una reflexión esencial abarca el centro de atención por estos días, es la de resolver la pregunta ¿qué tan solos estamos en nuestras vidas? Esta circunstancia de pandemia que vivimos y la restricción de socializar nos ha obligado a permanecer más conectados con nosotros mismos. La limitación de movilidad, la mayor permanencia en un mismo espacio, y la larga espera a poder tener libertad de acción nos induce a acomodarnos a otras formas de hacer las cosas y a pensarnos más desde el interior, teniendo presente que lo que está encerrado es el cuerpo pero no la mente.

La actividad mental en estas condiciones se intensifica y es un estado ideal para despertar la creatividad, dense cuenta de que durante el confinamiento recordamos más lo que soñamos al despertar, hacemos más vívido y permanecen más presentes los cuadros del sueño, porque soñar es la actividad física que el cuerpo usa para equilibrar las presiones y liberar nuestras tensiones evitando así dolores físicos. En el campo artístico, por ejemplo, existe un método de creación que es el de la residencia artística, este es un lapso separado a modo de retiro y confinación voluntario para inducir una concentración del artista y dedicar su atención plena a un propósito creativo.

Bueno sería entendernos, vivir esta pesada condición de pandemia como un espacio de tiempo creativo, pero es imposible desligar esta intención de una dura realidad y es la condición social desigual que como país hemos construido, afectando altamente la capacidad de reacción ante catástrofes, o hechos ajenos que interrumpan la cadena de sostenibilidad. Cultural y políticamente no hemos desarrollado resoluciones con sentido común ante hechos catastróficos como los que vivimos. En ese campo lo que más aflora son actos oportunistas y de aprovechamiento individual como método de supervivencia basado en que somos mayoritariamente dependiente del pan de cada día.

No ha habido política de desarrollo humano que nos permita alcanzar una capacidad mínima, intelectual, emocional espiritual y física, para armonizar y resolver colectivamente hechos traumáticos que afecten por igual a toda la sociedad, como ha sido esto de dejar de hacer lo que hacíamos y vernos obligados a realizar otra actividad. Esto es un lujo que pocos pueden darse en un estado como el colombiano al que le falta muchos encierros y años reflexivos para alcanzar un pensamiento constructivo desde una política holística que vele por una mejor calidad de vida de sus habitantes.

Dentro de las muchas elucubraciones que me rondan en este estado de restricción social, las más recurrentes son las asociadas a la soledad y el abandono, estar tanto tiempo en meditación forzada me ha traído a la memoria un cuadro personal que recordarlo y soñarlo me ha servido de auto terapia para equilibrar los malestares del cuerpo. A los seis años, mi mayor alegría era el cine; perderme en el mundo del celuloide y activar el ejercicio de la imaginación desde lo ficcionalera lo máximo para mí. Mí padre me llevaba sólo a mí a ver la matinée (función de 11 a.m.) en alguna de las salas de cine del centro de Medellín, lugar que él seleccionaba. A mí me emocionaba la experiencia de estar en cine, ni el tema de la película ni el teatro eran de mí atención, me importaba el momento padre hijo viendo cine. Para él llevarme al matinée era un pretexto para perderse por unas horas de la vida familiar, ya que al llegar a la sala de cine él sacaba las entradas, compraba frunas, chocolatina y piña Lux, me sentaba en la silla y al empezar los cortos y reporte de El Mundo al Instante, me decía que al terminar la película lo esperara a la entrada del teatro en las escaleras debajo de la cartelera, que él regresaría por mí para llevarme a casa y se paraba de su silla y se iba dejándome en medio de la oscuridad y la proyección.

De esa manera yo me quedaba solo, en una sala de cine con muchas sillas alrededor, viendo películas de la época durante varias horas, pues programaban el sistema doblete en el que terminaba una y empezaba otra… así sucedió varias veces; él regresaba por mí y juntos retornamos a casa mientras yo le narraba lo emocionante que fue la peli… Un día de domingo, misa, visita a la abuela y cine conmigo, el pensado de mi padre no salió tan bien ni igual que siempre. Ese día, después de ver el doblete y salir a esperarlo a la entrada del cine, las horas se dieron su tiempo en pasar y pasar hasta el anochecer sin que asomara el más mínimo humor de mí papá, ese domingo no pasó a recogerme para regresar a la vida en familia, ese domingo mí padre me olvidó, para mí quedó guardado como el domingo del olvido. Él no llegó y en mí se instaló en algún lugar de la memoria una ansiedad ahogada por un llanto incontrolable, provocado por el desconcierto y la soledad inconmensurable que vierte de la sensación de abandono.

Resultó que mí padre, a escondidas de la familia, tenía el hábito de ir a tomar aguardiente antioqueño a la barra del café La Bastilla, ubicado en un pasaje del centro de la ciudad y el domingo del olvido se descubrió en él, el efecto que tenía el grado de alcoholismo que sostenía a escondidas porque apareció una pérdida de memoria cercana a causa de un leve grado de delirium. Tuve la fortuna de ser acogido por el administrador de la sala, un policía y su familia que se ocuparon por darme el consuelo y la solidaridad necesaria para buscar a mi familia, pusieron letreros, estaban pendientes de que alguien llegara a reclamarme, y dos días después cuando mí padre volvió a unir realidades en su cabeza se dio a la tarea de deshacer sus pasos, visitar el lugar y seguir mí rastro para recuperarme.

Este olvido y otros tantos actos de locura alcohólica de mí papá me dieron el pie a subestimar la figura del padre al punto de calificarlo de estúpido, con estúpidas decisiones, que cometía actos estúpidos y bobos de ningún valor. El episodio del cine en mi infancia me dio a conocer el significado del abandono y en qué consistía la soledad, sensación que reaparece en momentos como los que vivimos actualmente, pero transformada a nuestra elección en recuerdo de dolor o de amor. Algo que podemos usar para no repetir malestares ya vividos, y virarlos a nuestro favor en medio de tanta presión.

Decidí olvidar a mi papá, no tenerlo es menos doloroso que tenerlo de cerca en su estado de alcoholismo y poco a poco fui borrando de mis recuerdos familiares la vida de mi padre con sus actos de amor y de dolor incluidos, porque sin saberlo fue él quién con su olvido etílico me enseñó a amar la soledad, a construir una independencia emocional y a interesarme en el cuidado de mí mismo como principio básico para ayudar al cuidado de otros, así que en estas circunstancias que todos vivimos, encerrarnos no es estar solos y activar la imaginación es batallar el olvido.

PD: 2021 arranca con cerca de los cincuenta mil muertos en 10 meses y el gobierno de turno sigue sin hacer duelo público, ni honrar la memoria, ni lamentar sus pérdidas. @eldelteatro

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