Quizá hubieras cambiado todo por una vejez tranquila de jubilado público con cobertura médica completa, y Dalma y Gianinna alternándose las visitas en una habitación de hospital compartida con extraños y un televisor comunal sintonizado en el canal de noticias. Pero no, tenías que morirte en tu ley: rodeado de gente a la que no le importabas, más solo que cuando Víctor Hugo Morales pronunció su inmortal «arranca por la derecha el genio del fútbol mundial».
Solo frente a Beardsley, Reid, Fenwick, Butcher y Shilton, los ingleses que dejaste atrás; solo en el San Paolo, que te dio la espalda cuando ya no servías a la causa napolitana; solo en la Bombonera, que te cambió por el topogigio odioso de Riquelme y su vitrina llena de copas; solo como ese día -tantas veces narrado por ti- que te sacaron de Fiorito, te dieron una patada en el culo y te pusieron en París.
Tanto gambetear, tanto tocar a Dios con la mano, tanto esnifar, tanto hacer malabares con el balón al ritmo de Opus y su «la la lara la», tanto manejar la Ferrari de moda para irte a morir en el punto de partida: un cuartucho de mierda dentro de una pocilga. «Una mugre pocas veces vista», fue la definición del abogado Fernando Burlando durante el juicio por homicidio simple con dolo eventual contra los siete médicos y enfermeras que te atendieron en tus últimos días, del 11 al 25 de noviembre de 2020, sobre el lugar donde te vino a coger el pitazo final.
Una mugre era, también, la casita de Fiorito donde dormían los ocho hermanos en una misma cama, «tan chica que todos soñábamos lo mismo». Pero ahí nunca te sentiste solo. Era tiempo de necesidades y sonrisas, de sufrimiento y compañía, todos para uno y uno para todos, el equipo en el que siempre quisiste actuar: el Chitoro y la Tota Fútbol Club. «Yo juego para vos, mamá», le dijiste después de dibujar sobre el césped del Azteca el óleo de tu vida, el de la inmortalidad, el de la asunción al cielo y la caída shakespeariana, el de la canonización del pecador en santo del balón.
¿Pudiste salvarte? De la fama, el éxito, la veneración, no. Naciste condenado por tu pierna izquierda. De la muerte prematura, a los 60 años, tal vez sí. ¿Cómo terminaste de esa forma? ¿Cuánto mar tuviste que atravesar para llegar a esa fotografía exhibida por el fiscal Patricio Ferrari que puso a llorar a tus hijas? Así murió su papá, chicas, ballena bocarriba varada en una cama. Hinchado pero bien peinado.
En realidad, el juicio en los tribunales de San Isidro, ahí cerquita de Buenos Aires, son dos: el primero reúne a los profesionales de la salud acusados de negligencia tras la neurocirugía de la que saliste vivo para luego recibir un autogol de los que tenían la responsabilidad de cuidarte: esa convalecencia domiciliaria que fue una ejecución de un penalti sin arquero. Y el otro, sobre lo que te hizo la vida y lo que tú le hiciste también. No eras Dios, Diego, te lo creíste, te lo hicieron creer. No eras Dios, Diego, eras solo un hombre. No eras Dios, eras Diego.