Juan Alejandro Tapia
Columnista / 10 de diciembre de 2022

Novela y pan

La envidia es la principal característica de los escritores, y la manera de llevarla, de vivir con ella, lo que los define. En algunos casos puede conducir a la ceguera voluntaria, que es la resistencia a dejarse deslumbrar por el trabajo de un autor; en otros, a copiar trucos que luego adaptará a su estilo o venderá como propios. El francés Jean Chapelain lo explicó cuatro siglos atrás: un escritor no lee a sus colegas, los vigila.

Cuando en 2000 apareció en las librerías La fiesta del chivo, García Márquez, quien para entonces completaba treinta años de haberse enemistado con Mario Vargas Llosa, no tuvo reparo en aliviar las cargas con un comentario sobre la novela del peruano que no solo era un elogio a la obra basada en el dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo, también una declaración de amor por la literatura: «Esto no se le hace a un viejo como yo».

Envidiar las técnicas narrativas de los demás puede ser un motor de superación de muchos caballos de fuerza, pero priva al autor, novel o consagrado, de la capacidad de maravillarse con la creación ajena, de regocijarse con el talento del otro. Es imposible para un director de cine sentarse a ver una película como un espectador normal, lo mismo que para un técnico de fútbol observar un partido con ojos de aficionado. Igual ocurre con el escritor que toma en sus manos un libro. No podrá estar atento a la trama porque sus ojos querrán descubrir el pegamento o las costuras, los trucos… la trampa. Hasta que, raras veces, ocurre lo impensado: se descuida y lo atrapan, lo hipnotizan con la melodía de las palabras, como los roedores en El flautista de Hamelín.

Personas decentes (Tusquets, agosto de 2022), del cubano Leonardo Padura, huele todavía a pan recién horneado y produce esa sensación: la de masticar algo sencillo, convencional, pero, a la vez, capaz de satisfacer al más exigente comensal. No hay secretos detrás de un buen pan, salvo las manos que lo amasaron. No los hay tampoco en la que puede ser la última novela del ingenioso hidalgo habanero Mario Conde, expolicía, ex escritor de historias escuálidas y conmovedoras jamás terminadas, ex vendedor de libros antiguos, a excepción de la investigación rigurosa de una vida con tintes de leyenda, conocimiento crítico de la realidad circundante y las manos prodigiosas de un escritor que pone la misma devoción en un pan que en un platillo de autor.

A diferencia de El hombre que amaba a los perros o Herejes no es alta cocina lo que vemos en este episodio, el más policiaco de la saga del ya sexagenario Mario Conde, sino la milenaria receta del pan, que no por vieja deja de alimentar. La fórmula, entonces, es conocida: dos historias que se entrecruzan en este personaje singular a pesar de haber un siglo entre ellas. La real, de Alberto Yarini, joven proxeneta cubano de comienzos del siglo XX, devenido en mito urbano por su encanto, ideas políticas y potencia sexual, y la otra, no menos cruda aunque inventada, del Conde y sus amigos ante la histórica visita de Obama a la isla en marzo de 2016.

De fondo, el telón de siempre, aunque no por ello menos fascinante: La Habana, vieja y nueva, así la de ahora parezca más antigua que la desinhibida y con ínfulas de cosmopolita de 1910, esa que esperaba la colisión del cometa Halley mientras muchos la llamaban ‘La Niza de América’, la del chulo de dientes perfectos, Yarini, un fetiche de Padura que camina calles y páginas paralelo al alter ego del escritor, el Conde, aun cuando no crucen una línea y habiten mundos más diferentes que el de la realidad y la ficción. Como en la segunda entrega de El Padrino, cuando Robert De Niro y Al Pacino vivían cada uno en su tiempo y por su lado.

Desconocía por completo la preparación de esta nueva aventura del Conde, por lo que tropezarme con este personaje que ha marcado mi vida, mientras revisaba los estantes de una librería en busca de novedades, fue como volver a ver a un amigo del que no tenía noticia desde 2018, cuando el melancólico final de La transparencia del tiempo hacía presumir que el paso de los años podía sentarle tan mal como a su Habana del alma. Pero Padura se ha salido otra vez con la suya y no hay envidia que no caiga rendida ante su talento. El talento de los viejos buenos escritores, que no es otro que el de tener en las manos una gran historia y saberla contar. La literatura de siempre, tan vieja y sabrosa como el pan.

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