Ah difícil que es referirse a Cien años de soledad en estos tiempos de estreno de serie en Netflix, cuando saltan eruditos por todos los costados. Hunde uno una tecla para conocer un poco más de la producción y lo que encuentra es el árbol genealógico de los Buendía, con un perfil detallado de cada personaje, y hasta recetas para el cuidado del castaño donde fue amarrado el patriarca José Arcadio.
Decía García Márquez que ese papel de intermediarios asumido por los críticos solo consigue alejar a los lectores potenciales de una obra al meterse entre el autor y su historia como el portero de una discoteca que deja pasar a unos -el símil barato es mío- y restringe el ingreso de otros. Por mucho que busque un objetivo loable, el intelectualismo de los estudiosos de la novela más reconocida del nobel de Literatura no es un puente, sino un peaje.
Sucede con los libros de la estatura de Cien años, los que trascienden el tiempo y dejan atrás a los escritores que los concibieron, como El Quijote, Ulises, En busca del tiempo perdido, La Ilíada, Divina Comedia, algunos más, ya que nos han hecho creer que solo podemos adentrarnos en la aventura de leerlos con un mapa o un guía.
El arte sobrecoge, conmueve, impacta por sí mismo, no requiere interpretación ni tiene otro cometido. Cualquier dato histórico sobre el Guernica, por ejemplo, debería venir después, no antes de contemplarlo.
La escritora colombiana Carolina Sanín pisó callos hace unos meses al condenar la atención desmedida a El infinito en un junco, el éxito en ventas de la fabulosa Irene Vallejo, pero su opinión fue tomada como un ataque personal a su colega. Para Sanín, el libro de la española es ese intermediario al que hizo referencia García Márquez: aborda los clásicos griegos con tanta familiaridad y sabrosura que el magnetismo de la autora puede llevar a los millones de seguidores de su obra a considerarla una opción al universo de Homero.
Gracias a la capacidad de grabar en su memoria cada recuerdo de su infancia a la espera del momento oportuno de sacarlo del cuarto de San Alejo, a su condición de caribeño, a su oído musical y a su destreza natural, García Márquez hizo a Cien años de soledad entretenida y rigurosa a la vez; mágica y misteriosa, pero ajustada a una realidad histórica; exuberante y fluida. Una prueba de parentesco la pondría más cerca de Las mil y una noches de sus lecturas infantiles que del Faulkner de sus primeros años como escritor en Barranquilla. Cincuenta y siete años después de su publicación, la novela irradia las mismas ganas de vivir que cuando partió en una encomienda desde Ciudad de México hacia Argentina. El mejor homenaje a la memoria del genio oculto en sus páginas no es una serie de Netflix, sino evitar hacer de ella una pieza de museo o de coleccionistas.