Sonia Gedeón
Columnista / 10 de abril de 2021

Puertas con estirpe

Una amiga muy ‘cachaca’ y querida, hace unos días me dijo que tenía cierta fascinación por los portones y aldabas de las casas del casco viejo de mi amada Cartagena, y me retó a inspirarme para ir más allá de admirar su excelsa belleza.

María tiene razón. Cuando se camina por las calles del Centro Histórico, si algo llama la atención, es la robustez y la fuerza que proyectan las puertas. Son como otra muralla, inexpugnables. Son vigilantes celosas de la intimidad que se vive en esas mansiones de cal y canto.

Los portones coloniales, al igual que las historias que se tejen de puertas para adentro, tienen herencia musulmana, con connotaciones de estructura militar como guardianas de fortalezas.

Dentro de las casas, una vez se cruza el umbral, este da paso a un zaguán a la usanza musulmana. Es allí, en el zaguán, donde el amo y señor de la casa solía atender negocios o a personas ajenas a la familia, mientras el resto de la casa se independizaba con una segunda puerta menos severa que la puerta de la fachada principal.

En las casas coloniales, las puertas de madera de ceiba, roble o cedro están enmarcadas en portadas ornamentales del más puro estilo toscano. Unas talladas en piedra caliza o coralina y otras en mampostería.

Las puertas en sí son un legado árabe, estilo mudéjar. Están divididas en dos grandes hojas de madera, una de las cuales tiene portillo y no se sostiene con bisagras, lo que garantiza según los expertos una vida útil centenaria. A cambio de bisagras, la puerta se apoya lateralmente sobre nabos, y en el extremo inferior, sobre dardos de bronce que giran en un orificio a ras del piso.

A su vez, las puertas son enriquecidas de acuerdo con la importancia de los habitantes de la casa, con aldabas representadas casi siempre en la cabeza de un león, y botones de madera o bronce para cubrir la clavazón de tornillos de hierro.  

Ayer como hoy, para la seguridad interna y externa utilizan cerrojos en hierro forjado de extraordinaria calidad, siendo los más representativos, los de El Bodegón de la Candelaria, la iglesia de Santo Domingo, la Casa del Marqués de Valdehoyos y el Palacio de la Inquisición.

Es la puerta del Palacio de la Inquisición, enmarcada en su monumental fachada barroca, la más hermosa e imponente de todas. Le sigue en importancia, más no le compite en belleza, la de la iglesia San Pedro Claver, barroca en su esencia y majestuosa en su diseño.

 En este inventario, es imposible desconocer la portada de la Catedral Santa Catalina de Alejandría, con pilastras de orden compuesto jónico- corintio, en piedra coralina a la usanza clásica. Su portón ostenta una ornamentación fitomorfa -con elementos vegetales- a base de grandes palmas talladas y superpuestas, mientras la de Santo Toribio es inspiración toscana con algunos elementos barroco.

Dentro de este esquema de puertas no se pueden desconocer las de hierro, como la que guarda la entrada principal del Palacio de la Proclamación. Es un trabajo en que se destaca el estilo punta de lanza, con apliques decorativos sujetados con grapas o abrazaderas. Esta modalidad presente también en el Parque de Bolívar y en la Biblioteca Bartolomé Calvo se ha extendido hasta nuestros días en trabajos de restauración de edificios residenciales como el Cuesta y el Porvenir, así como quintas de profundo acento moro como la Casa Román en el señorial barrio de Manga, cuyo cierre perimetral engalana una hermosa verja azul en hierro forjado o la Casa Laurina en el Pie de la Popa.

Cuando de aldabas o llamadores se trata, la figura indica el rango, el linaje y la posición económica de sus propietarios, por lo que en el argot popular de la colonia solían decir “a tal casa, tal aldaba” y en ellas predominaba la cabeza del León y la iguana. El león, rey de la selva, representaba liderazgo y fuerza. Era reservado para los marqueses, los virreyes, los condes y los altos mandos militares. Fe de ello dan los llamadores de las Casa del Marqués del Premio Real, Del Marqués de Valdehoyos, Casa Conde de Pestagua y del Palacio de la Inquisición, entre otras, mientras que la iguana la utilizaban la familias relacionadas con estos dignatarios. Los comerciantes de la élite y hombres de mar identificaban sus casas con llamadores ilustrados con especies marinas, mientras que aquellas que tenían manos y cruces en sus puertas eran habitadas por clérigos y beatos.

Sin embargo, estas piezas fundidas en bronce o hierro encontraron en orfebres de Getsemaní una forma de perpetuar la tradición, ya no solo con la figura de la iguana y la cabeza de león, sino según el gusto de los nuevos dueños de casa, en esta segunda ola de colonización del Centro histórico, liderada por familias bogotanas que han invertido en la restauración y conservación del patrimonio arquitectónico de la ciudad. Es así como ahora vemos, aldabas con figuras de pirañas del Amazonas, peces ornamentales, sirenas, anclas, cabezas de diablo, figuras precolombinas y hasta siluetas de palenqueras.

A los ojos del turista esta proliferación de diseños de aldabas, especialmente en San Diego y Getsemaní, hacen parte de la magia de una ciudad que no deja de sorprender por su incalculable valor patrimonial e histórico, aunque tenga algunos pecados veniales de diseño que confesar, como lo recrea Gabriela de Londoño, de Gema Tours, en su recorrido de portones y aldabas.  

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