Hay una verdad escondida en cada juicio que emitimos: cuando criticamos, en el fondo, estamos revelando algo de nosotros mismos. Esta idea, tan provocadora como reveladora, se resume en la frase: ”toda crítica es una confesión”.

Aunque a simple vista parezca un poco exagerada, basta detenernos un momento en nuestros propios pensamientos y palabras para notar que rara vez hablamos del otro sin hablar también, aunque sea indirectamente, de nosotros mismos.

Criticar, es muchas veces, proyectar.
Aquello que más nos molesta en los demás suele ser un reflejo de algo que no toleramos en nosotros mismos, o que tenemos llegar a ser. El que condena la vanidad ajena puede estar luchando contra su propio deseo de ser admirado.

El que señala la falta de esfuerzo en otro, quizás batalla contra su propia sensación de mediocridad.

Así, la crítica funciona como un espejo, que no apunta hacia afuera sino hacia adentro.

Pero no toda crítica es fruto de una herida personal. A veces al juzgar, dejamos ver lo que valoramos, lo que tememos perder o lo que no hemos logrado.

Criticar la falta de compromiso revela que valoramos la responsabilidad.

Criticar la superficialidad ajena muestra que anhelamos profundidad. Incluso cuando nuetra crítica es legítima, cargada de razones objetivas, no escapa a está verdad: revela nuestra forma de ver al mundo.
Decir que toda crítica es una confesión, no significa que debamos guardar silencio ante lo que consideramos injusto o erróneo. Significa, más bien que cada vez que señalamos algo en otro, vale la pena preguntarnos, ¿qué estoy revelando de mi con esta opinión? ¿qué temor, deseo, inseguridad, valor se esconde detrás de estas palabras?

La crítica no es solo un acto de juicio; es inevitablemente, un acto de exposición. Al criticar al otro nos criticamos también.

Y, quizás si aprendemos a escuchar nuestras propias críticas, con atención, descubramos que el fondo, no estamos hablando de ellos… sino de nosotros mismos.