Sonia Gedeón
Columnista / 3 de junio de 2020

Vivir para volver a viajar

Escribir es una de mis grandes pasiones, y si es sobre viajes, aún más. He tenido la fortuna de viajar desde muy temprana edad y nunca se me ocurrió que el mundo se pudiera cerrar en un abrir y cerrar de ojos. Cuando Zoraida me invitó a que la acompañara en este proyecto, impulsivamente, casi sin pensarlo, le dije que sí. Cómo no acompañar a una colega y amiga de tantas luchas en esta nueva aventura. Sin embargo, tengo que confesarles que, ante la actual coyuntura, muchos temas rondan por mi mente y no encuentro el foco. Por ello, esta primera columna la quiero aterrizar en cómo viajar a través de la ventana.

Aquí estoy, escribiendo y mirando por la ventana un patio de frondosos árboles de mango en cosecha, donde se pasean, dueñas y señoras de su territorio, las iguanas que han encontrado su guarida perfecta, mientras un loro de muchos años imita las voces de infancia de mis sobrinas Luna y Marisol, que no se cansan de jugar y corretear con su mascota, María, una tortuga que es parte del inventario de este inmenso jardín, donde además habitan pájaros carpinteros y de otras especies que, en este confinamiento, me recuerdan que la vida para los otros seres vivos sigue igual.

La ventana es ahora mi mundo. Mi espejo retrovisor y mi mirada al futuro. A través de la ventana siento vida y recuerdo mi primer viaje en avión, en un súper Constellation de Avianca. Desde entonces, la sensación de volar y el potente rugir de los motores al despegar me transmiten una sensación de libertad, mas allá de la estrechez de la cabina, y hasta hoy estoy absolutamente convencida de que viajar es la mejor inversión y el mejor regalo que uno puede darse a sí mismo.

Lo que no se puede hacer es seguir viajando sin ver. En esta reflexión desde mi ventana me digo, una y otra vez, cuánto desperdicio hay en viajar sin ver. En la agitada movilidad de las últimas décadas, desde que el mundo se globalizó, el turismo se volvió una verdadera amenaza para muchos destinos como Barcelona y Venecia, para mencionar solo dos. Allí nada fue suficiente para esa inmensa población flotante que en su gran mayoría consideraba más importante tomarse una selfie para decir “estuve en la casa del Barsa” o “paseé en góndola”, que apreciar el verdadero acervo cultural de estas ciudades cargadas de historia, con una arquitectura realmente valiosa. 

¿Para qué viajamos, entonces? Las motivaciones de emprender un viaje son múltiples y están enmarcados en los más diversos contextos. Más, hacer turismo tiene en cada edad su encanto. De niños, todo es novedad; para nosotros, los hijos de tercer mundo, la escalera eléctrica, las maquinitas que nos dan helados, la grandeza de los parques recreativos y los muñecos de felpa son parte de ese inventario de recuerdos. De adolescentes, las excursiones del colegio y el viaje de las quinceañeras, eran una primera mirada exploratoria a otras culturas y a largas jornadas en bus, de las cuales quedan unas cuantas fotos desteñidas por el paso de los años y que se resisten a despegarse de los descuadernados álbumes.

Luego, empezó la etapa productiva y con ella, con un poco de suerte y esfuerzo, se pudo ahorrar para unas vacaciones y empezar a recorrer el mundo con una mirada diferente. Una fue volver a aquellos lugares que dejaron una impronta en esa primera fase exploratoria, como fueron París, Roma y Madrid; y otra fue empezar a arriesgarse y adentrarse en tierras desconocidas y bastantes restrictivas para la época (léase años 80) como la Rusia de los Zares, la Checoslovaquia de Kafka, hoy tan en boga, y Hungría, países reprimidos y cerrados al mundo occidental.

Por esos, mismos años fui despertando una pasión por mis raíces libanesas y el mundo árabe y no escatimé esfuerzos en recorrer, uno a uno, todos los países del norte de África y el Oriente Medio, adonde he vuelto tantas veces como me ha sido posible, y en donde todo me agrada y me siento en casa. Esa hospitalidad del mundo árabe, la generosidad de su mesa, sus colores, sus sonidos, sus aromas todo me es familiar y esa es una de las motivaciones más fuertes a la hora de viajar. Y es allí donde me siento a gusto.

En ese ir y venir por el mundo árabe y más allá de la ruta de la seda hasta llegar a sitios tan lejanos como Singapur y la China de Mao fui dejando en el tintero Nueva York, la ciudad que no deja de maravillarme, donde me puedo caminar 100 cuadras diarias sin avistar cansancio, donde no me importa si llueve o hace frio, la que nunca duerme, la más imbatible de todas y la que esta semana tocó doble fondo con la pandemia y el toque de queda. Dos situaciones impensables para la capital del mundo. Me duele Nueva York, pero la sigo amando. Y a decir verdad, a la que no temo volver una vez se abran los cielos.

Hace solo un año, por esta misma fecha, estaba en Nueva York, disfrutando de su clima primaveral y de la grata compañía de viejos amigos, que son otra forma de enriquecer los viajes y encontrar verdaderos alicientes para explorar destinos. En esa oportunidad, Hudson Yards y su impresionante Vasija inaugurada un par de meses atrás estuvieron en la agenda obligada de visitas para estar al día con sus atractivos turísticos, que igual por sus características y diseño en espiral del arquitecto inglés Thomas Heatherwick es considerada una obra de arte.

Ahora levanto los ojos de la pantalla, miro una vez más por la ventana y recuerdo que mi libreta negra de apuntes de viajes tiene varios meses cerrada; que el calor de hogar sigue siendo el mejor refugio; que nos han podido cerrar las fronteras por tierra, mar y aire, más los sueños no se pueden enjaular y viajar seguirá siendo un placer que seguirá tocando la puerta.

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