Sonia Gedeón
Columnista / 18 de julio de 2020

El glamur de viajar

Desde mucho antes de los inicios de la aviación moderna, viajar en tren o cruzar el Atlántico en barco, llevaba intrínseco un glamur como el que recrearon en sus épocas de gloria, los camarotes del El Orient Express o las espléndidas salas de baile del Titanic.

Viajar requería de un exquisito glamur que se iniciaba con la selección del ajuar, para una impecable presentación de los viajeros dispuestos a disfrutar de los placeres mundanos el tiempo que duraran las travesías.

Abordo, para aquellos caballeros que posaban como galanes de cine, cortejando a hermosas mujeres exquisitamente arregladas, el servicio afable y minucioso de la tripulación hacían del viaje un motivo de constante celebración y derroche del buen vivir.

Con el paso del tiempo, el avión acortó distancias y redujo las horas de viaje, mas no acabó con el glamur de los viajeros, quienes no escatimaban esfuerzos por ir elegantemente ataviados independiente del destino y la época del año.

Fue con el cambio de siglo, la masificación de los teléfonos inteligentes y la globalización, que la etiqueta del viajero y su glamur empezaron a deteriorarse al extremo que desapareció por completo del manual de viajes.

El viajero de hoy en su gran mayoría está lejos de ser respetuoso del entorno. Poco o nada le importa la forma como se proyecta a los demás a partir de su presentación personal y modales. A muchos se les olvida que existe un mínimo de protocolo al vestir de acuerdo con el motivo del viaje, y que este no debe ser ni demasiado informal, como para lucir acabado de levantar, ni tan vistoso como un árbol de Navidad. Todo tiene su justa proporción, amén del confort, que no demerita un mínimo de cortesía con los demás viajeros.

 Por lo tanto, se debe adecuar la vestimenta al tipo de viaje y medio de transporte, porque no es lo mismo ir por carretera, en avión, en tren o en un crucero. Aunque en otras épocas la flexibilidad y el espacio daban para llevar consigo baúles cargados de ropa y calzado para cada hora del día, las hermosas cajas sombrereras, el infaltable neceser con maquillajes y artículos de primera necesidad siempre a mano, la practicidad de viajar con equipaje liviano y pocas piezas de hoy, no puede ser sinónimo de desfachatez.

Si bien el modo de viajar venía evolucionando vertiginosamente y entre más restricciones de equipaje imponían las aerolíneas, la creatividad de los pasajeros se acrecentaba con cero recato al subir al avión, con los pecuecudos zapatos colgados por fuera del morral y el coche del bebé a cuestas, entre otras osadías, para optimizar los kilos permitidos y lucir como unos verdaderos ekekos, con todos los corotos encima.

Hacía adelante, cuando podamos volver a volar, iremos casi que manos libres y como unos auténticos extraterrestres, con los rostros cubiertos, armados con pañales para evitar usar el baño, sin entretenimiento y alimentación a bordo y con grandes dosis de desinfectantes para asegurar nuestro entorno vital. A partir de allí, estaremos listos para empezar a escribir una nueva página sobre la etiqueta de viajes, en tiempos en que una corona en forma de virus llegó a jodernos la vida y a restringirnos el inmenso placer de viajar.

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