Juan Alejandro Tapia
Columnista / 25 de febrero de 2023

Dualidad

Veo las imágenes de Poncho Zuleta con una mujer cuatro décadas menor que él y solo puedo pensar en su voz. Me ha sucedido así con cada nuevo escándalo del llamado ‘Pulmón de oro’ del vallenato. Su voz que vuela dominante sobre el pentagrama en el ‘Cóndor legendario‘ con versos que retratan su vida: «…a mí me están matando los años y no me compongo todavía». Su voz de rumor de ranchería en ‘Tierra de cantores‘, esa voz que no deja duda de la sensibilidad del cantor que dibuja con palabras una serenata a su amada bajo la ‘Luna sanjuanera‘, pero, en una paradoja del hombre, no del artista, le lanza vivas a la sangre derramada en «¡la tierra paramilitar!».

Lo mismo podría decir de Diomedes, ¿o es que alguien puede negar que la banda musical de Colombia fue interpretada por ese campesino tuerto capaz de salir sonriente en la carátula de uno de sus primeros discos aun cuando le faltase un diente? Sí, ese Diomedes condenado a prisión por el homicidio de una de sus fanáticas. O de Oñate, quien al momento de su muerte era el principal sospechoso de un asesinato. Pero esta columna no es sobre la tragedia que rodea a los cantantes vallenatos ni sobre los recientes chismes de la farándula, sino sobre la compleja dualidad hombre-artista y la necesidad o no de separarlos.

¿Puede trazarse una línea divisoria entre las acciones del individuo y las del artista o son complementarias? Es evidente que las opiniones, influencias, creencias, experiencias marcan el camino creativo, pero, una vez concluida, ¿trasciende la obra a su autor? ¿Es posible emocionarse con un libro o una canción si detrás de ella se esconde un adúltero compulsivo, un abusador, un homicida o un ladrón? En mi caso, sí.

Varios de los más grandes artistas de la historia, en literatura, música, pintura, han sido personas crueles, déspotas, engreídas, desprovistas de una mínima sensibilidad con sus semejantes, pero que reservaron lo mejor de sí mismas para un lienzo o una hoja de papel. ¿Es menos valiosa la obra de García Márquez por haber engañado a su esposa con una estudiante de sus talleres de guion por lo menos treinta años menor? ¿O la de Vargas Llosa por abandonar su hogar tras medio siglo de matrimonio para lanzarse a una aventura primaveral con la reina de las revistas del corazón?

No está el arte para fomentar valores, así algunas piezas magníficas lo hagan, su función primordial es transmitir emociones. Tampoco está para hacernos mejores personas, aunque sí para sacudirnos de la cotidianidad, y entre más fuerte sea ese remezón, aun sin conocer su significado, será mayor su valor artístico, provenga de quien provenga.

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