Juan Alejandro Tapia
Columnista / 23 de septiembre de 2023

Antonio Caballero

Hace dos años, por estas fechas, murió Antonio Caballero Holguín, un tipo raro. Periodista, si por eso se entiende a un hombre bien informado que se dedicó por más de medio siglo a escribir sobre lo que le vino en gana y como le dio la gana. Uno de los «guerrilleros» del divinamente bogotano barrio El Chicó, corazón de esa oligarquía colombiana que tanto criticó y de la que se mofó, pero que jamás abandonó. No era un traidor de clase, como le recriminaban, sino un traidor con clase. Porque el abolengo y las buenas maneras se le salían por los poros al desde siempre alopécico y barbudo Caballero, tanto como su erudicción en historia antigua y contemporánea. Hay gente a la que el país, el mundo incluso, le cabe en la cabeza. A él le cabía el largo trasegar de los homínidos desde que la australopithecus afarensis conocida como ‘Lucy’ decidió andar erguida. 

Piernas cruzadas, camisa lisa de tono claro,  bluyín gastado -escribía bluyín mucho antes de que la Real Academia acogiera la palabra-, Pielroja apretado entre los labios,  ha podido ser tratado y recordado como el cliché del bohemio resentido, de no ser porque todo en él era auténtico, desde su manera de asumir y comprender la realidad hasta la forma de explicarla en sus columnas y caricaturas. Escribir y dibujar, en eso se le fue la vida, sin encasillarse en una clasificación profesional: lo mismo de pintura que de corridas de toros, historia de Colombia o geopolítica, sabía de todo y todos lo sabían. En eso se le fue la vida, decía, y también en viajar, comer, beber, hablar. 

Solo una vez lo traté, aunque no hacía falta. Cuando la obra de un artista forma parte de ti, poco importa la persona detrás. Me había hecho periodista por sus columnas en Cambio 16, Semana, El Tiempo, El Espectador, por sus crónicas taurinas; había leído Sin Remedio, la gran novela bogotana del siglo XX, y eran piezas del mismo rompecabezas. La vez que lo tuve cerca y pude hablar con él fue una noche de finales de agosto de 2004, en la celebración por la reapertura de La Cueva. Caballero accedió a atender unos minutos a El Heraldo por mediación de Heriberto Fiorillo, y mi colega José Granados y yo fuimos los encargados de entrevistarlo. Granados, de la vieja guardia al mando del diario insignia de los barranquilleros, tomó las riendas de la charla y mi función se limitó a formular un par de preguntas y constatar que la cinta del casete no parara de rodar.

Pero su voz y sus ideas me hipnotizaron. Lo habíamos sacado de una tertulia con invitados de lujo, a quienes los meseros no descuidaban ni un segundo. Llegó con un vaso de licor en la mano, se apoltronó, prendió la chimenea, cruzó las piernas y habló durante 45 minutos. Dicen, quienes lo conocieron a fondo, que era tímido, y lo creo, porque los hombres tímidos suelen ser locuaces cuando se sienten en confianza. Recuerdo que quisimos saber su opinión sobre la importancia histórica de La Cueva, que lo había traído con gastos pagos a él y a otros periodistas cercanos a Gabriel García Márquez, y nos pidió no confundir el restaurante con ambiente literario que era ahora con la cantina que había sido guarida de genios en los años cincuenta. El mejor Caballero, pensé en ese momento, el mismo de la mítica columna contra Álvaro Gómez Hurtado en la que destrozó la creencia colombiana de que no hay muerto malo, ese al que le importaba un bledo dárselas de caballero.

Poco habituado a la grabadora, a la mañana siguiente descubrí con espanto que la entrevista encomendada por el director del periódico no había quedado en el casete. Ni una palabra. Entonces, por miedo a una sanción o incluso a perder mi empleo por un error de principiante, decidí empezar a escribir sin el concurso de Granados. La resistencia al uso de la grabadora en la reportería diaria había potenciado mi retentiva, por lo que tenía fresco casi todo lo dicho. El temor era otro: ¿qué iría a pensar Caballero si se detenía a leer la extensa conversación sobre el gobierno de Álvaro Uribe -que para entonces completaba su segundo año-, guerrilla, narcotráfico, legalización de las drogas y política estadounidense post 11-S, que finalmente ocupó dos páginas de tamaño universal? Creo que nunca la vio, pero me gusta pensar que sí, y que se reconoció. Había leído a Caballero semana a semana durante una década, sabía cómo escribía, cómo pensaba, y ahora, también, cómo hablaba.

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