Juan Alejandro Tapia
Columnista / 17 de febrero de 2024

Lucas

Me sucede con el perro que duerme en mi cama que no he podido humanizarlo pese a que lo intento desde que llegó a la casa. He notado, en cambio, el efecto contrario: soy yo el que me humanizo cuando estoy a su lado, o quizá no, tal vez es que asumo su comportamiento, lo copio, y saco de la manga el truco más sobrevalorado de mi especie: nominar. Buscar una palabra para explicar lo que siento o experimento, y apropiármelo. No hay amor en su mirada, no hay fidelidad en su entrega, no hay felicidad en su sonrisa, es más, no hay sonrisa. Pero todo está ahí, en él.

Entonces ocurre: poso mi mano en su barriga y remuevo su pelambre sin fijarme en lo que hago, río ante el contacto de su lengua, y ya no pienso con palabras, regreso a ese estado natural, cuando el mundo era tan reciente que todas las cosas y emociones carecían de nombre, bastantes siglos más atrás de que los primeros colonos llegasen a Macondo. Soy un animal, me reconozco como tal, no he dejado nunca de serlo, me vuelvo perro.

Hombre y perro hemos andado juntos, como compañeros de viaje, durante al menos 30.000 años, desde las primeras domesticaciones. Con ninguna criatura de la Tierra existe tanta comunión y respeto por las diferencias, ni siquiera con los chimpancés, con los que las diferencias no son tantas: compartimos el 99% de la secuencia básica del ADN. Sin embargo, el que duerme en mi cama y limpia su hocico con mi almohada parece burlarse de la escala evolutiva. Quién diría, viéndolo rascarse y escarbar en el colchón, que un lobo salvaje vive en su genoma, un cazador que selló su pacto con los humanos poniendo al servicio de la tribu su olfato y sus colmillos a cambio de resguardo y protección.

El perro que duerme en mi cama lleva por dentro un depredador. Ve una paloma en la calle y olvida su existencia acomodada, sus croquetas balanceadas para la digestión, y corre en busca de su presa con la determinación de sus antepasados. Yo lo sigo a corta distancia, acostumbrado hasta el cansancio a repetir la escena que para él es una novedad diaria: el ave levantará vuelo y su gesto de incredulidad me hará sonreír. «Perro tonto», pensaré, y una llama de ternura encenderá mi ser. La más humana de las emociones, la más vieja también, con el miedo. El amor es una construcción, la suma de varios componentes; la ternura, un elemento indivisible.

Ha despertado en mí más ternura el perro que duerme en mi cama, y todos los que lo han hecho desde que era un niño, que la mayoría de individuos de mi especie que he conocido. Congéneres a los que solo me une la mezquindad, capaces de destruir una relación milenaria de compañerismo y respeto por su necesidad de aceptación. Solo la estupidez infinita del hombre de estos tiempos puede llevarlo a pasear a un cachorro en un cochecito por un centro comercial o a sentarlo a la mesa para que coma con un biberón. Un perro no es un hijo, tampoco un peluche, es un ser diferente. La familia multiespecie, concepto de la modernidad, no consiste en fusionar, sino en integrar. 

Hace unos días, la escritora Carolina Sanín reflexionó en su cuenta de X sobre la responsabilidad que conlleva  autoproclamarse líder de la manada y la decisión de disponer de una existencia ajena. «Es alto el encargo de cuidar la misteriosa y silenciosa vida de otra especie. La ligereza con respecto a la eutanasia de un animal me parece una frivolidad escalofriante. Un animal viejo o enfermo no es un juguete que se dañó. Es una vida viva, única y prodigiosa». Buen viaje a su amada compañera Dalia.

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