El 4 de marzo de 1977, el más célebre de los tartamudos caleños, el ‘eterno atravesado’, el ‘angelito empantanado de alas quebradizas’, que soñaba la vida en 35 milímetros, que se negaba a envejecer y que volcó su existencialismo melancólico en sus obras, cayó desgonzado sobre su vieja máquina de escribir tras tomar de forma precipitada 70 pastillas de seconal.
De acuerdo con todos los registros periodísticos e históricos, antes de su precipitado escape del mundo, Andrés Caicedo escribió dos cartas: una dirigida a su novia, Patricia Restrepo, y otra al crítico español Miguel Marías. De alguna manera, aparte de lo personal, Caicedo dejó claro en estas misivas su desencanto general y su desespero, negándose a asistir una vez más al cotidiano rito de otra noche sin fortuna.
Ese mismo día, el autor de un sinnúmero de críticas, reseñas, artículos sobre cine y literatura, cuentos, guiones y ensayos recibió el primer ejemplar de su única novela, ¡Que viva la música!, una obra que lo catapultaría a los territorios del culto, considerada la primera novela de ruptura, abiertamente urbana y posmoderna, por sus experimentaciones en cuanto a estructura, lenguaje, tópicos, perspectivas y abordajes, completamente adelantados y originales para su época.
Me resulta sencillo imaginar al flaco de escasos 25 años, y a su frondosa melena cayendo desordenada sobre las teclas de su vieja “máquina de construir mundos”; a un lado, el recién llegado ejemplar de ¡Que viva la música! y, de fondo, tronando a toda marcha, Satisfaction de los Stones. Pero en la vida, las cosas nunca son como uno las pinta o se las imagina.
Resulta muy fácil romantizar desde la distancia, desde las gradas. Lo cierto es que el drama que vivía el creador de la revista Ojo al cine, esa dura e intrincada marisma de descontento, nihilismo, angustia existencial y depresión, no se puede trivializar con simples devaneos poéticos.
No dejo de preguntarme si ese muchacho que me habló directamente al oído muchos años después, cuando me tropecé con sus cuentos, con esa sabrosura de novela escrita en clave de rock y guaguancó, hubiese intuido solo un poco lo que le tenía deparado la posteridad. ¿Le ganarían igual sus diablos? ¿O quizás se hubiese espantado aún más?
Sobre Caicedo y su obra se ha construido todo un imaginario que no ha hecho más que crecer con el paso de los años. Lo mismo ha sucedido con su imagen de artista atormentado.
Sobre Andrés y casi todo lo que lo rodeó —el cineclub, sus sueños truncados de guionista hollywoodense, su Caliwood y su Cali personal, su ‘Calicalaboso’—, porque la Cali de Caicedo, esa ciudad musical y casi pagana representada en sus obras, sin duda no es la misma de todos los caleños, ni de su generación, ni de las venideras. No obstante, sobre esa ciudad vivida e imaginada, se ha construido un mito.
Lo cierto es que, pese a la mala sangre de los mismos de siempre, los ególatras autoenseñoreados, ‘custodios de la tradición y el canon’, esos amiguitos de las camisas de fuerza, pese a su pedante superioridad moral y sus intentos de invalidación, ¡Que viva la música! ha sobrevivido más de 47 años y hoy puede considerarse como una de las novelas más representativas de la literatura colombiana.
Por supuesto, Caicedo era un autor en formación que a sus 25 años aún no había terminado de desarrollarse como autor y como artista. Pero ese tendencioso ataque ad hominem no alcanza para descalificar una obra que se ha defendido sola. Atribuirle su “éxito”, su permanencia, a sus amigos, sus familiares y al trágico sino del suicidio, no es más que una manera reduccionista y subjetiva de mirar el fenómeno.
Lo cierto es que ¡Que viva la música! es una novela iniciática con la que se pueden construir puentes para atraer a los no interesados en los procesos lectores. La novela es, sin duda, un texto de placer. Porque es un texto disfrutable, cercano, que nos remite, tal como lo propone Barthes, al disfrute en la cultura, “donde se produce el disfrute del lector libre de cualquier tipo de ataduras”.
En ese sentido, en ¡Que viva la música! Caicedo logra despojar al lector de todos los convencionalismos que la tradición ha impuesto y lo lleva a disfrutar con el texto. El universo narrativo caicediano es, sin duda, uno de los más originales y renovadores dentro de la tradición literaria colombiana.
Sus silogismos, el empleo del hablante popular, los coloquialismos, incluso el uso de palabras al revés que luego se popularizaron entre los jóvenes y las barriadas; la ciudad y la misma música como una presencia constante y potente, tan o igual de importantes que los mismos personajes; el rock, la salsa, el choque entre dos mundos, el burgués y el proletario; la intensidad, el ritmo y, sin duda, el poder atrapar de un golpe el grito ahogado de una generación, convirtieron a esta obra en un hito.
A 47 años de su muerte y de la publicación de ¡Que viva la música!, me pregunto cómo sería un posible angelito empantanado en la era de la sociedad líquida. Mientras pienso en Bauman, me imagino a esa rubia rubísima de su libro, ya no escapándose a rumbas psicodélicas amenizadas por los Stones o The Mamas & the Papas.
Creo que tampoco nos prestaría sus ojos para que asistamos al más memorable de los conciertos de Richie Ray y Bobby Cruz, y su ‘Calipachanguero dreaming’ se vendería por destajo a precio de selfies y bailecitos en TikTok.
A lo mejor, sus exploraciones en los barrios populares no serían a golpe de son montuno o música jíbara. Seguramente, esa rubia rubísima que cargaba con la muerte en el oído hoy nos hablaría de perreo y haría del famoso “hasta abajo” una consigna política.
Pero qué va, a lo mejor el célebre atravesado de Caliwood, hoy estaría mucho más aburrido de esta ‘bolita azul’, y quizás se hubiera fugado mucho más rápido de este mundo.