Me resulta muy difícil resistirme a la imagen de un Raúl Gómez Jattin con la mente encendida de luciérnagas, toreando automotores entre las calles recién amanecidas del barrio Zaragocilla en Cartagena. Jugándose, quizás entre manteos invisibles, una vida que en ese instante no sabía “que tenía perdida”. Aquel 22 de mayo de 1997, según las versiones oficiales, el bardo del Sinú se arrojó a un bus que transitaba a toda velocidad.
No obstante, esa narrativa del poeta suicida solo ha servido para alimentar el mito del maldito. 27 años después, aún no hay claridad sobre el trágico hecho: ¿Accidente o decisión inapelable? Prefiero creer lo primero, pero ¿qué se le va a hacer? Así era Raúl, y así se fue: dejando una estela de dudas como huella de su huracanado paso por el mundo.
Si el Tuerto López fue la columna vertebral de la poesía del Caribe, (y aquí me van a perdonar la metáfora apreciados lectores), Raúl fue sus pulmones jadeantes, un aliento caliente a ron y mango maduro. Un suspiro ahumado que aún resuena en los patios de Cereté y en las calles donde lo recuerdan más alucinado que santo, más roto que héroe. Su poesía no fue un ejercicio de estilo: fue una autopsia en vivo, sin anestesia.
“Escribo como vivo”, decía, y vivió y murió, como un animal herido.
Los puristas de saco y corbata todavía se escandalizan con versos como: “Te quiero, burrita, porque no hablas / ni te quejas / ni pides plata / ni lloras / ni me quitas un lugar en la hamaca”. (Amanecer en el valle del Sinú 1985), Sin duda un acto de provocación. Raúl nunca escribió para los buenos muchachos conservadores y pacatos. Escribía desde la lluvia, desde el barro, desde los amaneceres del Sinú de su infancia, desde los hospitales psiquiátricos donde pasaba largas temporadas, desde las calles donde mendigaba versos y pedazos de pan.
Su poesía no fue otra cosa que un acto de resistencia: contra el canon, contra la hipocresía de una sociedad que hoy lo celebra, pero ayer le cerraba las puertas en la cara.
La poesía de Raúl se me manifiesta como una especie de novela fragmentaria y autobiográfica, contada a retazos en diferentes libros y enclave poética. Sus obras hoy permanecen vigentes y son leídas por todo tipo de críticos, poetas, artistas y conocedores, pero, sobre todo es popular entre los jóvenes lectores, quizás por su lenguaje claro, directo y sencillo o por el atractivo que le suma a su ya manoseada poesía, el halo del bardo maldito que murió entre la miseria y luchando contra la locura.
Su hablante lirico, no está para metáforas que disfracen el dolor, su registro nos remonta a un dolor puro, sin florituras. “Cuando lo llevaban al matadero / estabas cerca de él / y solo miradas de rencor le prodigaste”, (Hijos del tiempo 1986), acusa en este poema al amigo, un poema que es confesión y patíbulo. Ahí está el niño que lloró por un gallo de pelea, el hombre que se sabía traicionado hasta por la luna, el loco que firmaba cheques en blanco a la muerte. Pero también está el poeta que convirtió su demencia en música:
Aún hoy tengo tanto de ella en mí / como de las mariposas / la lluvia / y los primerizos mameyes del invierno”. (Retratos 1992).
En el bardo prevalecían el poema documental, el poema fotografía, con el que atrapaba de golpe, la esencia de lo cotidiano, textos impregnados de una belleza salvaje, fresca y natural. Como el dedicado a su hermana de crianza, Sara Ortega de Petro.
Tallada en una carne alada oscura y firme/ llegó mi hermana Sara desde lejos del mundo a mis años de asma y juegos de escondidas/ a encenderme con su atávica África iluminándole la piel…
El árbol frondoso que contiene la sabia intrínseca de su poesía, no es más que ese microcosmos que lo rodeó, sus amigos, el río, los inmensos patios de Caribe, sus mascotas, las paredes de su casa y todo cuanto su corazón de mango de azúcar logró codificar y registrar en un singular código verbal en el que habitan, tanto la transgresión como lo clásico.
27 años después, Raúl es más leyenda que hombre. Los mismos que lo señalaban ahora citan sus versos en talleres. Los jóvenes, esos que lo mantienen vivo, encuentran en sus poemas la misma rabia que les sirve de refugio. Su obra ya no es marginal: es el espejo sin maquillaje donde el Caribe se reconoce.
Creo, contra lo que muchos suponen, que Raúl nunca quiso ser un clásico. Solo quiso ser libre. Como la burra que no le robaba la hamaca. Como el gallo al que envenenó las espuelas para salvarlo. Como él mismo, que eligió morir en la calle y no en una página bien comportada.
Raúl no se fue del todo. Su voz sigue viva entre los muchachos que hojean sus libros como mapas secretos, en los borrachos que recitan sus versos al amanecer. Su muerte fue tan absurda como su vida, pero su obra es tan imborrable como las cicatrices que dejó en el alma de este territorio. Porque Raúl, al final, no murió atropellado por un bus: murió de tanto vivir. Y eso, queridos lectores, es lo que lo hace inmortal.