Patricia Escobar
Columnista / 4 de junio de 2022

¿A quién creerle?

Cuando estudié periodismo, ya hace muchos años, la OBJETIVIDAD era casi que una norma sagrada e inherente al oficio de informar. Sin embargo, desde esa época se cuestionaba de que la teoría se volviera real en la práctica.

Informar no es una acción tan exacta como una fórmula matemática o química, porque en el proceso intervenimos los seres humanos, que podemos escoger una de las caras de la moneda. Al transmitir una información es casi que imposible desprendernos de toda la carga sentimental, educativa, histórica y política que tenemos los seres humanos.

De todas maneras, se buscaba lograr el ideal, en muchos casos incluyendo en la información el mayor número de opiniones posibles y tratando de mantener la propia al margen de lo que se contaba. O se buscaban “expertos” neutros que pudieran aportar datos de interés.

Hoy solo noticias muy simples, como el choque de dos vehículos, por ejemplo, son tratadas con objetividad. De resto todo parece tener una carga inmensa de subjetividad, la cual es manejada con tanta sutileza en algunas ocasiones, que el receptor termina por creerlas al pie de la letra.

Esa falta de objetividad es mucho más notoria en época preelectorales, donde la mayoría de los comunicadores se ponen, sin ninguna vergüenza, la camiseta de su candidato. Y no solo se dedican a “promocionar” a quien considerar el mejor -o a quien los tiene en su nómina-, si no que “destruyen” a sus rivales con falsas o malintencionadas notas o informes.

Los periodistas de hoy, en su gran mayoría salidos de universidades, se han dejado devorar por los famosos ‘youtubers’ o personas del común que han utilizado las redes para hacer y deshacer, sin ninguna ética, sin prejuicios y amparados en la idea de que una cosa es informar y otra es opinar, y ellos como todos los seres humanos son libres de expresar sus opiniones.

Si a mí, con la preparación de los periodistas de antes y con tantos años de carrera encima me cuesta saber a quién creerle, quién dice la verdad y quién tiene los datos reales, ¿qué podemos esperar de las personas del común?

El problema es más grave de lo que suena. No hay peor cosa que una sociedad desinformada, mal informada o ignorante. Una toma de decisión basada en una falta o falsa información es, por lo menos, peligrosa.

Los medios de comunicación tradicionales, desgraciadamente en vías de extinción, deberían sacudirse, deberían volver a sus inicios, a los tiempos en que se hacían todos los esfuerzos necesarios para ser objetivos. Eran los tiempos en los que no existían los ‘jefes de prensa’, cuyo trabajo es destacable, pero si existían los comunicadores o periodistas al servicios de los medios estos no eran sus reproductores. Los materiales que enviaban eran elementos para confirmar y darle cuerpo a una noticia. Eran en muchos casos el primer insumo que se tenía para trabajar un tema. Hoy el trabajo de los periodistas de medios lo hacen otros. Hay algunos tan descarados que publican igual las cosas, pero les colocan su firma.

Bueno, ¿pero a quién creerle? Pienso que al que no suene tan propagandístico, al que no se muestre tan cizañero, al que sea capaz de presentar a dos oponentes y no intervenga sino para preguntar, al que dé datos y referencias verificables, al que tome distancia de lo viral, al que tenga una agenda informativa propia.

Y si hay tiempo y condiciones, mi sugerencia para los receptores es que nunca traguemos entero, que siempre estemos alertas y que busquemos otras opiniones u otras informaciones relacionadas para tener así la oportunidad de forjarnos nuestra propia opinión.

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