Mi primer contacto con quien se convertiría en un referente, se dio de manera indirecta. Los jueves o miércoles, un combo de 6 carajitos del barrio, nos íbamos a la tienda de alquiler de películas. La primera servía de pantalla para los verdaderos planes: la segunda era esa que solo empezaba a rodar en la casetera VHS después de la l de la madrugada, y de la que todos sabíamos de antemano de qué era lo que iba…
Rebobino la película de mi vida y me veo allí con una panda de niñatos de la cuadra abriéndose a la vida y al mundo, viendo películas y descubriendo su sexualidad, en ese tiempo, 88, 89, un misterio por explorar. De esas primeras películas ‘pantalla’ o de despiste, recuerdo Full Metal Jacket, La sociedad de los poetas muertos, Terminator I, El Resplandor, Poltergeist entre muchas más… A las que les seguían las de “karate”, ese era el código que nos habíamos inventado para encubrir el porno, -por aquello de los combates cuerpo a cuerpo-.
“Que la de karate sea de las buenas”.
Recuerdo tropezarme entre los estantes con una portada muy particular, la de Eraserhead, de David Lynch. No era más que un plano de Jack Nance, con su cabello alborotado apuntando al cielo, vestido de traje oscuro y una mirada extraviada e hipnótica. No sé qué tenía esa portada oscura y sepia, pero muchas veces la tomé entre las manos y pedí alquilarla.
Por supuesto, la oposición fue unánime. Entonces, la primera vez que supe de Lynch, no tenía ni puta idea de que se trataba de Lynch, algo un tanto lynchiano, si es que se puede acuñar el término.
Si les dijera que a mis 14, 15 y 16, ya me fijaba en los nombres de los directores, la fotografía y la planimetría, las atmósferas, no les estaría hablando otra cosa más que física y pura paja. No se trata aquí de realizar un acto de onanismo público, ni de asumir poses intelectualoides. Ese mismo punto fue el que me detuvo más de una vez al pensar en escribir sobre ese extraño brujo que nos regaló una revolución creativa.
Sus películas, una especie de artefactos aterciopelados que nos llevan por universos azules como una profunda tristeza, y están provistas de una oscuridad dura y a veces glamurosa, de una exquisitez inquietante y perturbadora, definitivamente no fueron pensadas o soñadas para el consumo masivo.
Las obras de Lynch no siguen un orden predeterminado ni se sujetan a la estructura clásica aristotélica. Este atípico “Hombre del Renacimiento”, cineasta, músico, actor, pintor y escritor, apostó por una narrativa no lineal, disruptiva, por universos enrevesados que no se ciñen a un cronotopo convencional.
El surrealismo en Lynch no es decorativo, su onirismo descarnado coquetea con la pesadilla, convirtiéndolo en una especie de outsider dentro de una industria apegada a cánones efectistas que obedecen a un único dios: “el dinero”. Resulta paradójico que alguien que buscó distanciarse de las formas convencionales, hoy sea tan popular y masivo.
Mi segundo encuentro con Lynch ocurrió gracias al programa Cine arte del Canal Caracol, donde Bernardo Hoyos y Diana Rico me presentaron formalmente al brujo. Aquella noche vi Corazón salvaje, con Nicolas Cage y Laura Dern, una violenta, cómica e inquietante película de carretera, una oda a las libertades individuales que me dejó una sensación de total confusión por su rareza y particular propuesta estética.
Nunca vi El hombre elefante ni Cabeza de borrador, también estoy en deuda con Inland Empire, pero la experiencia con Dune, Mulholland Drive, Lost Highway, y los capítulos de Twin Peaks que he visto, me dejaron la misma extraña sensación de desasosiego, una impresión inclasificable que aún me acompaña, una emoción profunda y misteriosa como lo que propone Lynch en cada film.
¿Quién mató a Laura Palmer?
Desde antes de su fallecimiento, posar como fan o conocedor de Lynch daba réditos, después de su muerte aún más, de acuerdo con la impostura del ‘intelectual de marras’. Lo mismo sucede con los afanosos desmarcados que, posando de expertos, acuden a dispositivos discursivos más o menos coherentes, comparando la propuesta de Lynch con la mirada de grandes maestros como: Buñuel, Fellini, Kurosawa, Hitchcock o Kubrick, señalando ‘vacíos’ o supuestas inconsistencias en la propuesta del eterno fumador de Montana.
Para gustos los colores, y cada quien está en su derecho de proclamarse fan o detractor según los dictámenes de los ronquidos que le procuren sus intestinos.
Lo cierto es que Lynch encontró una voz propia, una narrativa distintiva que, aunque tiene sus deudas con los creadores mencionados, es única. Aquel soñador de horrores escondidos, de misteriosas habitaciones aterciopeladas, de confundidas mujeres heridas que se pierden en audiciones interminables, no fue más que un perseguidor de miedos…
¿Quién mató a Laura Palmer?
Ese Lynch que nos contaba historias fragmentadas y enigmáticas, quizás está soñando con Laura Palmer apuñaladas en la orilla de un lago, ayudando a unas cuantas Bettys Elms a realizar la audición de sus vidas, o fumando en un rincón del bar El Silencio, mientras escucha el triste saxo de Fred Madison derrapar en alguna autopista perdida.