Podría quedarme en los elogios a los innegables logros técnicos, como los impecables, crudos y milimétricos 4 planos secuencia con los que el director, Philip Barantini, y su equipo logran, en cuatro horas bien coordinadas y coreografiadas, disparar en el espectador una sensación inmersiva que atraviesa lo físico y lo mental.
También podría —¿por qué no? — destacar el increíble trabajo actoral del debutante Owen Cooper (15 años), quien encarna a un solitario, tímido, introvertido, medroso y aterrorizado Jaime Miller, personaje que en el primer capítulo se mea literalmente en los pantalones.
Dicho primer capítulo se convierte en un acertado preámbulo de sensaciones encontradas que se inician con la indignación: el estrepitoso ingreso de un grupo élite de policías que irrumpen a las bravas y a las patadas en una vivienda habitada por una familia promedio.
La fuerza excesiva empleada en el operativo, la indiferencia de los uniformados y el trato agresivo a los menores que habitan el hogar, son solo el inicio de una trama que, lejos de centrarse en las premisas de las series policiacas, se convierte en un intenso viaje psicológico revestido de capas.
En este thriller dramático, Owen encarna con una veracidad apabullante a un adolescente promedio de 13 años, que pasa buena parte de su tiempo en línea, interactuando en redes sociales y consumiendo el contenido discursivo que se sirve fresco y a la carta en la era de la hiperconexión.
En apariencia, Jaime es un chico frágil, bien educado, con buenos modales, proveniente de una familia no disfuncional —sin problemas de adicción, alcoholismo, violencia, ausentismo o abandono—, pero que presenta problemas de baja autoestima aún no identificados por sus padres.
¿Cree usted que sus hijos están a salvo encerrados en su habitación y frente a las pantallas? ¿Sabe qué tipo de contenido consume su hijo durante las seis horas promedio que pasa al día conectado a internet?
Y ni qué hablar del tercer episodio, esa cosa orgánica, palpable, real, de tensión pura y dura que nos regalan la actriz Erin Doherty y el mismo Cooper en ese aparentemente interminable diálogo logrado en 13 tomas exactas, donde se desatan la mayoría de los nudos de la historia.
Doherty interpreta a la psicóloga infantil encargada de evaluar a Jaime, acusado de asesinar a Katie, una compañera de su escuela, apuñalada siete veces con un cuchillo de cocina.
Este episodio podría convertirse en una clase magistral enfocada en el guion, el poder de las palabras y la simbología psicológica. El guion de “Adolescencia” fue coescrito por Jack Thorne y Stephen Graham, y aborda tópicos tan contemporáneos como los discursos radicales que proliferan en internet, la violencia juvenil, la familia, la misoginia, la infoxicación, el matoneo, la necesidad de aceptación, el acoso escolar, los juicios sociales en línea y el ciberbullying, entre otros.
No puedo pasar por alto, la fotografía de la serie, claustrofóbica, sin concesiones—, un tratamiento de la luz, que eleva su apuesta de planos sin cortes, ni transiciones, a un nivel casi documental. Cada encuadre, cada silencio visual, nos obliga a mirar de frente lo incómodo: no hay cortes que nos salven, ni transiciones que maticen el golpe.
¿Ha oído hablar de la cultura incel? ¿Conoce el concepto manosfera? ¿Sabe qué significan el emoji del número 100 y la regla del 80/20?
Incel es un acrónimo que, según el diccionario de la Universidad de Cambridge, significa Involuntary Celibacy (celibato involuntario): personas que no logran establecer conexiones románticas o sexuales. El término fue acuñado por una joven canadiense llamada Alana (sin apellidos conocidos) en su blog en 1997, para describir la sensación de rechazo y soledad de quienes no son correspondidos afectivamente.
Hoy, el término está asociado a connotaciones despectivas, vinculadas al fracaso y al resentimiento de hombres heterosexuales que se sienten rechazados por mujeres. La manosfera se refiere a un conjunto de comunidades en línea donde se difunden ideas misóginas y discursos radicalizados.
El emoji del número 100 y la regla del 80/20 están ligados a esta subcultura. La teoría afirma que las mujeres solo se sienten atraídas romántica o sexualmente, por el 20% de los hombres, dejando al 80% restante sin oportunidades, basándose en la idea de que ellas eligen parejas según sus atributos físicos o su poder adquisitivo.
Matrix y la metáfora de la píldora roja
El emoji de la píldora roja alude al despertar de conciencia, tomado de Matrix cuando Neo elige entre la píldora roja (verdad oculta) y la azul (ignorancia). El frijol es un símbolo identitario de esta subcultura, y la dinamita representa el despertar violento.
Debo admitir que, como adulto, padre y miembro de la Generación X, desconocía por completo estos códigos comunicacionales y estos signos que moldean la vida social de los adolescentes actuales. Los emojis y esta nueva semiótica no hicieron más que exponer los abismos generacionales entre padres e hijos, la ignorancia ante sus lenguajes y la fragilidad de nuestras relaciones.
Sin la serie, estaría tan perdido como el policía a cargo del caso, cuyo propio hijo —estudiante de la misma escuela— es quien en el segundo episodio le abre los ojos sobre las motivaciones detrás del crimen.
Como padre de un adolescente, la serie resonó en mí. Me dejó clara la vulnerabilidad no solo de los jóvenes expuestos a influencias tóxicas, sino también una incómoda sensación de desasosiego al entender que todos, absolutamente todos, estamos expuestos a una tragedia como la de la familia Miller.
Stephen Graham, coguionista y actor que interpreta al padre de Jaime, nos lanza sin compasión por una montaña rusa de emociones gracias a su impecable actuación. Destacan la elocuencia de su rostro, los gritos silenciosos en sus ojos, la contracción de su mandíbula… Gestos que nos arrojan al alma de un padre con el corazón en llamas.
La última escena es un logro actoral que no deja indiferente. Es difícil no meterse en la piel del personaje, más si se es padre de un adolescente. Tras esa jodida escena, me quedó un nuevo temor desbloqueado: ese llanto desolador sobre las cobijas, el abrazo a la almohada, el beso al osito de peluche y las últimas palabras: “Lo siento, hijo. Debería haber hecho más”.
Se me quedaron prendidos como un eco, como un mantra, como una posibilidad que arde, que quema, que asusta…