Sé que nuevamente escribo sobre un tema relacionado con el Covid-19, pero qué se va a hacer, ya es parte de nuestras vidas, así que es mejor que nos vayamos acostumbrando.
Esta vez, es sobre una de sus tantas secuelas, porque del virus se ha hablado hasta el cansancio, mas no de las desagradables sorpresas que ha dejado a su paso, como los problemas cardíacos y respiratorios, la falta de energía, el insomnio o la pérdida del gusto y el olfato, y es precisamente de este último del que quiero hablar hoy.
Si bien sabemos que la mayoría de los que han padecido Covid han perdido temporalmente este sentido, lo inusual en esta secuela es que a algunos les ha regresado de manera “distorsionada”, por lo que en esta ocasión, el popular refrán que reza: “todo le hiede, nada le huele” que en otras circunstancias lo utilizamos metafóricamente, está siendo fiel a cada una de sus palabras.
Es como si el olfato hubiera cobrado independencia, imponiendo que: “de ahora en adelante, todo va a oler feo”. De un momento a otro, las personas afectadas comenzaron a notar que el aroma de un buen café o de un delicioso platillo les olía a basura, que el jabón o perfume que tanto les gustaba usar, les repugnaba y, peor aún, que el olor corporal de su pareja, les producía vascas.
Esta condición en que los olores, por lo demás normales, huelen de manera desagradable, se llama parosmia, lo que tiene con los nervios de punta a algunos pacientes recuperados de Covid, quienes con tanto anhelo habían esperado el regreso de su olfato.
Una amiga me confesó que estaba desesperada. Cuando le dio Covid hace más de un año, perdió el olfato por completo. Al mes, le regresó normalmente, pero cuál fue su sorpresa cuando tres meses después todo le comenzó a oler a cigarrillo. “Por ahí empezó la tormenta”, me dijo.
Desde entonces come mucho menos, porque no aguanta el mal olor de la comida. Incluso fue a donde una otorrinolaringóloga, quien le contó que era una secuela del Covid. Allí supo que este trastorno olfativo se llamaba parosmia y que no era común. “La otorrina me explicó que los médicos e investigadores apenas estaban estudiando la relación entre esta afección y el virus, ya que aún no tenían muy claro por qué sucedía, cuánto tiempo duraba, cómo se podía curar y en qué medida”.
Le mandó unas terapias olfativas con un kit de inhaladores nasales con aceites esenciales de eucalipto, rosas, limón y clavo, los cuales debía olerlos diariamente con el fin de promoverle o recuperarle el olfato.
Sin embargo, este tratamiento no le funcionó. “Como para mí, los olores están tan distorsionados, no lo aguanté, porque cada aroma me daba náuseas”, me contó.
Luego, siguiendo la recomendación de la otorrina, fue a ver a un neurólogo, ya que una de las hipótesis es que la parosmia es una condición neurológica, pero para su desilusión, lo único que pudo hacer el especialista por ella fue corroborarle la información que ya le había brindado la otorrina.
Puede que esta secuela no requiera de tanta urgencia como las demás, pero no por eso se le debe restar importancia. Claramente se puede convertir en un problema, enfermando a quienes la padecen o induciéndolos a la ansiedad y esto me ha llevado a reflexionar, por primera vez, sobre el poder tan aparentemente imperceptible, pero titánico a la vez, que ejerce este sentido sobre nosotros.
No olvidemos que el olfato, no solo nos trae recuerdos de personas, lugares, cosas y experiencias vividas, sino que con él, también nos reconocemos, aprendemos e incluso, percibimos el peligro.
Espero nunca tener un trastorno olfativo, pero si llegara a sufrir alguno, preferiría perder por completo el olfato a sufrir de parosmia, porque nunca es buena señal cuando algo no huele bien.