En la plenitud de la vida, a mis amigos que me leen y que llevo muy afincados en mi corazón les dedico esta columna
Una buena amistad, como el cariño verdadero, ni se compra ni se vende. Tampoco se puede adquirir en Amazon, Mercado Libre y todas esas páginas que ofrecen productos por montón. No viene por tallas, ni hecho a la medida, ni en hermosos empaques de regalo, aunque, a decir verdad, es en su esencia un magnífico tesoro.
La amistad es un sentimiento que nace de la empatía, de la espontaneidad de dos o más personas que comparten o divergen en filosofías y conductas, y florece con el respeto mutuo, en el aceptarse tal cual son y se afianza en la disponibilidad incondicional para llegar, para decir presente tantas veces como sea necesario a lo largo de la vida.
Tengo la fortuna de tener amigos con los que jugué y aprendí a querer desde mi primera infancia, otros con las que crecí y maduré a punta de caídas y levantadas en lo años escolares, otros que me enseñaron a montar en bicicleta y a jugar a cielo abierto en las calles de mi barrio, con quienes pasaba horas interminables en la playa, tiempos verdaderamente maravillosos.
Luego vino el desprendimiento de la casa y de los amigos. El salto a la universidad que trajo nuevos amigos y nuevas experiencias que valoro cada minuto de la vida por lo que significó en mi desarrollo profesional ese aprendizaje de mantener la red unida y alerta para abrir puertas y apoyarnos cada vez que ha sido necesario.
En ese trasegar fui aprendiendo a distinguir entre colegas, compañeros y amigos, que se van convirtiendo con el paso de los años en una fuente de riqueza inagotable al darle a cada uno su espacio y su lugar, y conservar a los amigos en lo más profundo del corazón, como un verdadero regalo que nos da la vida.
Hay amigos que se dan a primera vista, hay otros que nacen con la fuerza que da la lucha diaria, algunos caminan por tu mismo sendero, otros en orillas opuestas, hay amigos heredados de otros amigos con quienes terminas identificándote, hay otros que se fortalecen en la distancia, mas lo realmente importante es la esencia de esta, esa complicidad incondicional para dar sin esperar nada a cambio.
Es la telepatía, la carcajada, la compañía, el hombro para llorar, los consejos, es el estar en las buenas y en las malas, son las enseñanzas de vida y los momentos compartidos, el comunicarse sin mediar palabra, las peleas y las reconciliaciones, y el inalterado afecto que va quedando grabado como un sello indeleble que es motivo de alegrías y regocijo en cada reencuentro, como si fuera la primera vez.
Puedo decir que conservo amigos de todas las décadas vividas y de todas las edades, esa cercanía con amigos de tantas generaciones y con tantas historias de vida y en tantos idiomas y culturas no tiene precio porque con ellos el disfrute es una fuente inagotable de hermandad y hoy por hoy, con más de seis décadas encima, ni uno más ni uno menos quisiera tener.