Carlos Polo
Columnista / 29 de abril de 2023

Andrea Brachfeld, la flauta de oro que enamoró a Barranquilla

Una imagen suele tener mucha más potencia que un código lingüístico y una en especial, la de una mujer joven en el centro del plano, sosteniendo una fulgurante flauta plateada, rodeada por cinco hombres latinos que lucen voluminosos afros, barbas y bigotes poblados, resulta más que clara, ¡reveladora!

Los hombres que ostentan sendas indumentarias setenteras, pantalones bota ancha y camisas abiertas hasta la mitad del pecho, sonríen mientras esperan la ejecución de la flautista, quien, en la postal para la posteridad, se está llevando el instrumento de viento a su boca: ella es el centro de atención de ese dispositivo discursivo visual, lo dicen las miradas de quienes la contemplan, sus risas, la misma composición de todos los elementos que conforman dicha imagen.  

Ella, como centro de gravedad de ese microcosmos, se convirtió sin proponérselo en el símbolo de un momento; ella, una jovencita judía, nativa norteamericana, con apenas 20 años, es la delgada mujer de cabellos oscuros que ríe a carcajadas mientras sus compañeros la contemplan, la misma que aparece en el centro de la imagen de la carátula de uno de los álbumes más exitosos de la historia de la música popular hispana.

Ella era una joven fugada de la música clásica, de la exigencia del jazz y del latin jazz, una niña que fue bautizada en 1959 en Utica, New York, con el nombre de Andrea Brachfeld, en la misma tierra que sintió su primer llanto un 3 de mayo, fecha en la que la pequeña probó por primera vez la potencia de sus prodigiosos pulmones moldeados especialmente para los instrumentos de viento.

Volviendo a la imagen que ocupa estas reflexiones, la carátula de ese vinilo que nació para revolucionar la música popular latina, que se gestaba desde el mismo corazón de Nueva York, convirtió a Andrea en la primera mujer en los Estados Unidos en ubicarse en el centro de la escena musical de la salsa neoyorquina, un dato bastante significativo teniendo en cuenta que la joven charanguera apenas y se abría paso en un mundo competitivo, dominado exclusivamente por hombres, por lo tanto esa imagen que, ayer -quizás- no significaba mucho, de acuerdo con los discursos sociales que predominan hoy, posee sin duda una significación y una valía absolutamente contundente y una carga histórica importante.

Su padre fue un inmigrante judío, nacido en Polonia, un estricto profesor de idiomas al que le tocó dejar su tierra natal y emigrar a Francia durante la Primera Guerra Mundial. Luego, durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial, el profesor de idiomas abandonó el continente europeo para proteger a los suyos de la amenaza que representaba el nazismo.

En los Estados Unidos se establece en Nueva York, un hombre recio y conservador, amante de la música clásica. “Mi padre escuchaba música clásica a puerta cerrada en su habitación”, recuerda Andrea. Quizás allí, en ese preciso momento, empezó a crecer en la niña la inquietud por la música.

Cuando Andrea cumple los 6 años, su padre contrata a un profesor de piano para que aprenda a interpretar a los grandes maestros. Estuvo recibiendo clases de piano hasta los 13, no obstante, su profesor, le había preguntado tres años atrás si le interesaba estudiar también la flauta. Al preguntarle si había sido amor a primera vista, Andrea contestó con un contundente y lacónico “no”. 

Fue con el tiempo y con mucha práctica que la flauta se convertiría en una extensión de su mundo interior, de sus emociones, de su propio cuerpo y con ella encontró un lenguaje puro con el que pudo al fin comunicarse con el mundo.

“Yo estaba en cuarto grado, tenía 10 años. Mi maestro de música vino y me dijo ‘¿quieres tocar la flauta? Si tocas la flauta no tienes que ir a tus clases académicas’. Entonces yo le dije ok, está bien, así empecé a tocar la flauta”.  

Andrea complementó sus estudios en la Escuela Superior de Música y Arte en donde tuvo contacto con Noel Pointer, Nat Adderly Jr., Dave Valentín, Earl Macintyre, Buddy Williams, entre otros, además estudió en la Manhattan School of Music. La flauta le ayudaba a crear un mundo mucho más tranquilo y armónico que la sacaba de los problemas cotidianos.

Realizó su primer concierto de jazz a los 16 años con un cuarteto con el que participó en el All Nite Soul, actividad que nació como una manera de celebrar la importancia del jazz en la iglesia. Para este concierto escribió su propia música, y el jazz se había convertido en la puerta abierta para la libertad creativa que venía buscando.

“Tenía una amiga que estaba estudiando el bajo, yo tenía 15 años, fui a su casa y ella me dijo, ‘tienes que escuchar esta música’; era la música de Eric Dolphy, un jazzista muy famoso. Desde el momento que la escuché fue algo muy especial, decía, ‘me gusta mucho’ y así empecé con el jazz”.   

Su paso por la popular banda latina Charanga 76 la catapultó ganando un indiscutible lugar en la historia de la salsa. Andrea ha sido dos veces merecedora del Premio Latino de Nueva York como mejor flautista. También recibió el Chico O’Farrill Lifetime Achievement Award de la Latin Jazz EE.UU, entre otras distinciones.

Tiene una deslumbrante discografía con más de 11 títulos entre los que destacan los álbumes Andrea, Remembered dreams, Back with sweet passion, Beyond standards, entre otros trabajos discográficos que son un deleite para los oídos de melómanos, musicólogos, coleccionistas y amantes de la música.

El pasado sábado, en el cierre de la penúltima jornada del XVII Carnaval Internacional de las Artes, con la concha acústica del Parque Sagrado Corazón a reventar, con más de 1.200 personas bailando y gozando sus inmortales interpretaciones, cuando este servidor le pregunta: “¿Quién es Andrea Brachfeld”, la virtuosa charanguera de oro respondió con lo que mejor sabe hacer. Las memorables notas de la canción Soy, de la Charanga 76, se apoderaron de todo el parque y el aplauso final restalló desde Barranquilla hasta Nueva York.

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