Pilar Castaño
Columnista / 20 de junio de 2020

El hombre que detuvo el tiempo

No es tarea fácil escribir sobre papá, el hombre que amó la vida, el soñador incansable, quien le hablaba a los animales como si fueran sus hijos, a quien nunca le interesó la realidad nacional pues su mundo eran los libros de historia. En ellos se sumergía, cabalgando con los templarios, aprendiéndose de memoria los versos de las cortes de amor de los juglares de la Corte de Leonor de Aquitania, las batallas de Juana de Arco, los amores de las cortesanas y concubinas como Agnes Sorel o Diana de Poitiers, o los bebedizos de la hechicera Catalina de Médici.

Su realidad eran los ojos verdes de su amada Gloria, la jovencita que vio desfilar por la carrera séptima una mañana soleada en Bogotá, como tambor mayor de su colegio, con unas piernas tan impresionantes que se ganó entre sus amigos el título de “la divina”. Esas mismas trenzas campesinas se las volvió a encontrar de espaldas cuando, recién graduado de abogado, llegó a las oficinas de la policía, buscando material para escribir su tesis de grado recién egresado de la Universidad Nacional, que luego se convertiría en su primer libro, que lleva varias ediciones. “La Policía, su origen y su destino”. Los dos estaban sumergidos en la poesía de Ortega: él lo tenia en el bolsillo, ella sobre el escritorio. No se volvieron a separar en 65 años, cuando un triste y lluvioso 11 de marzo de 2011, el cansado pulmón de mamá dejo de vivir, porque desde los 14 años no tuvo sino uno.

Siempre fue visionario. Llevar la cultura a través de las ondas sonoras de la radio HJCK, con radio teatro, ópera, sinfonías, conciertos, y entrevistas. Las voces eran su obsesión. Fue un coleccionista de voces. “El mayor tesoro de los hombres son sus hijos y su voz”, decía. La voz de García Márquez, cuando llega el ascenso de Remedios la Bella envuelta en un viento de luz, antes de publicar Cien Años de Soledad. La voz de Alberto Lleras, desde el Salón Rojo del Hotel Tequendama, cuando cayó el dictador Rojas Pinilla. La voz de Gloria, relatando un desfile de modas por radio. La voz de Cortázar, desde su contestador telefónico en su apartamento en Paris. La voz de Borges desmemoriado, que dio pie para que Álvaro, el poeta, le escribiera el más bello soneto:

Borges ya no recuerda. Lo ha perdido.
el laberinto de su incierta gloria.
A la mirada gris que nada nombra
se agrega la tiniebla del olvido.
Ojos sin luz. Memoria sin memoria.
Borges sin Borges. Sombra sobre sombra.

Y así recorrió la vida con paso de vencedores, elegante. Un dandy del siglo XX, quien gozó de la misma forma sentarse con sus amigos intelectuales, tomando tinto y ron, en el café del Rhin, en el centro de Bogotá, que inventar comerciales para llevar a los micrófonos una pauta inexistente para los incrédulos de la Cultura. Sobrevivían en una bohemia auténtica. Al mismo tiempo, acompañaba a su amigo Mario Laserna en otra labor quijotesca: fundar la Universidad de Los Andes.

Fue un gran gestor cultural. Su tercer amor después de Gloria y la Cultura, fue la Naturaleza. Creó Naturalia, “La historia de los animales y los animales en la historia˝, presentado en la TV nacional durante casi tres décadas.

Hoy lo recuerdo sentado en la sala de su casa en la calle 85, con su chicha, su mujer, Gaspar, su perro y compañero, y sus amigos Mutis, Mallarino, Obregón, Daniel Samper, García Márquez, riéndose a carcajadas oyendo buena música.

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