El mensaje entró a la bandeja de mi WhatsApp pasada la medianoche. «Hola, estoy mal. ¿Podemos hablar?». Una prima con la que mantengo una estrecha relación desde niños necesitaba, como todos en muchos momentos de la vida, alguien que la escuchara. Sin juicios. Cuando urge descargar el retrete de miedos, dudas y ansiedades no hay nada mejor que una oreja cómplice que reciba la suciedad y la mande al río. Ya el agua volverá a subir y el escusado se llenará de nuevo, pero el alivio pasajero puede evitar tragedias. Hablamos cuarenta y cinco minutos en los que la soledad, la incertidumbre ante el futuro, los problemas económicos, las dietas incluso, alimentaron un monólogo sólido de frustraciones. Hay personas que se ahogan en la orilla, las he visto, pero hay otras que nadan a mar abierto y, donde la mayoría terminaría por dejar de bracear para sumergirse en la profundidad de la depresión, se mantienen a flote. Mi prima es una de esas.
Tras lo que consideré situaciones afines a casi todos, como descontento laboral, dificultades en la crianza de los hijos o tensiones de pareja, la conversación tomó un giro inesperado: las redes sociales. La mente humana, como un barril de pólvora sellado, requiere una mecha para hacerla estallar, y TikTok, Facebook e Instagram son los conductores perfectos para volar en pedazos la tranquilidad emocional. Baile de máscaras venecianas, cada tanto se nos olvida que llevamos una careta y empezamos a actuar con normalidad. A creer que lo que vemos en fotos, videos y textos es el cuadro completo y no una selección, a veces incluso una proyección, de las vidas ajenas. Mi prima no entendía y menos soportaba que sus contenidos profesionales, producto de un doctorado en el exterior y elaborados con gran factura visual, no tuvieran el mismo impacto que los de amigas suyas que se limitaban a mostrar sus sesiones de entrenamiento personal, en mallas y tenis, de espaldas al espejo o la cámara.
Está visto y comprobado que una de las formas más rápidas de obtener aceptación y sumar seguidores es la exhibición de la anatomía. Quizá una broma de mal gusto o las travesuras de un perro puedan competir, pero poco más. «¿Qué esperas para hacer lo mismo?», dije, «las cuclillas en sudadera son un truco viejo e infalible». Por su risa sonora supe que mi prima había debido considerarlo más de una vez y, también, que lo peor había pasado y comenzaba a relajarse. No hace falta un cartón de psicología en la pared para entender que al burlarnos de nosotros mismos, de nuestras miserias, descomprimimos la olla a presión que llevamos dentro.
Echarle agua sucia a las redes sociales es lo mismo que enfrascarse en una pelea a muerte con el reguetón o con el uso del celular en la mesa, es decir, perder el tiempo. A unas y otros es mejor tenerlos de amigos. Instagram ha sido la principal herramienta para dar a conocer mi emprendimiento de talleres de periodismo y escritura, Juego de Palabras, pero cada vez que entro a actualizar mi perfil con material de las charlas termino en una espiral de búsquedas que va desde cuentas similares a la mía hasta la revisión minuciosa de la vida de familiares, colegas y celebridades. Es como si mi pulgar derecho se rigiera de forma autónoma, y sí, experimento envidia, rabia, intriga, decepción, las mismas emociones que esa noche tiraron a la lona a mi prima.
Realidad paralela, cuarto de espejos, antología de la existencia cotidiana, las redes nos llevan a creer que son prescindibles las partes tristes y aburridas de la vida, cuando son estas las que moldean la personalidad y el carácter. Quizá el mayor peligro no sea entonces el anhelo malsano de poseer, tener o hacer lo mismo que los demás, sino la posibilidad de segar con un clic cualquier mancha de dolor que dañe el mosaico perfecto que hemos construido en Instagram. Hace poco reflexionó sobre este laberinto de la virtualidad la filósofa cartagenera conocida como la Toxicosteña: «Esas parejas que uno las sigue en redes y todo es amor eterno, como de cuento de hadas, y de repente terminan y una queda gringa… No ponen más fotos, borran las que tenían publicadas, no explican nada, ni un mensajito, tiene una que imaginarse qué les pasó, no sean tan caras de…». Tal vez eso haya querido decirnos Shakira en su exitosa sesión 53 con Bizarrap, que tanta fotico bonita no es garantía de nada. Con solo seis palabras, el escritor italiano Gesualdo Bufalino lo explicó en uno de sus más bellos aforismos, recopilado en el libro El Malpensante: «De mí sólo conozco el litoral».
De mi emprendimiento, al que me referí antes, solo subo a redes imágenes de grupos nutridos y variopintos de participantes, rostros que reflejen la «alegría» de aprender, jamás de los salones semivacíos por la falta de interés en mi oferta educativa ni de asistentes más atentos al celular que a escucharme. Publico cuando me va bien, no lo hago cuando me va mal. Una lógica sencilla que, repetida de emprendedor en emprendedor, de un modelo de negocio a otro, puede impulsar erróneamente a quienes todavía tienen dudas de lanzarse a la aventura de la independencia laboral. Aplica para el gimnasio, las relaciones amorosas y los viajes soñados.