Morgan, voy a llamarlo así, llegaba dos o tres veces por semana a la sala de redacción de El Tiempo en Barranquilla con su maletín cargado de películas de estreno y clásicos del séptimo arte. La calidad de su material, reproducido ilegalmente, por supuesto, lo hizo ganar reputación entre periodistas y personal administrativo del periódico. Amable, servicial, bien documentado sobre su producto, no tenía inconveniente en repartir discos compactos aquí y allá para cobrarlos en quincena o a fin de mes. Conocía los gustos de sus clientes y no solía equivocarse con sus recomendaciones.
Antes de la masificación de plataformas como Netflix o Amazon Prime, el negocio florecía. Morgan pasó de repartir películas en una moto a comprarse un automóvil de segunda, en muy buen estado, y su nivel de vida –era evidente– mejoraba mes a mes. De personificar al célebre capitán Jack Sparrow, dio el salto, gracias a su disciplina y constancia, a microempresario del entretenimiento por DVD. Entonces llegó la pandemia.
Supongo que las cuarentenas y el despuntar de las series por streaming terminaron por arruinarlo. No volví a saber de él hasta hace una semana cuando lo vi pasar por la puerta de mi casa en una bicicleta. Pedaleaba a buen ritmo, con la misma sonrisa que exhibía en su mejor época, y con actitud de no reprocharle a la vida ninguna prueba ni obstáculo. Llevaba dos canastas atiborradas de pasteles y hallacas que promocionaba cuadra a cuadra con la simpatía que siempre lo ha caracterizado, en una capacidad de reinventarse que solo he visto en la gente más anónima de nuestro país. Esa que sabe que todos los días hay que levantarse a trabajar para llevar el pan al hogar y que no espera nada del Estado.
Me saludó con efusividad apenas lo detuve de la única manera en que podía hacerlo: “¡Morgaaaan!”, grité por la ventana. Había olvidado su nombre, pero eso pareció no importarle. Él recordó el mío sin mayor esfuerzo y de inmediato pasó a explicarme su plan de ventas y las bondades de su nuevo producto: “Cómprame dos y te doy tres, para que los pruebes. Te van a encantar. Tengo de pollo, cerdo y combinados. Si no tienes plata ahora, después me pagas. Recibo Nequi”. No hizo falta indagar por su obvia debacle económica, pues no noté en él la más mínima señal de autocompasión. Cualquier pregunta de mi parte no solo hubiese sido irrespetuosa, también innecesaria ante un luchador acostumbrado a pararse del suelo cuantas veces caiga.
Es el talante de millones de colombianos para los que la polémica suscitada por la reforma laboral resulta inocua porque lo suyo es la informalidad. Para ellos, ninguna de las 12 preguntas que el presidente Gustavo Petro planeaba someter a la opinión de los colombianos en la consulta popular guardaba relación directa con su situación, así sus votos fuesen necesarios para alcanzar el umbral.
De acuerdo con el Dane, la proporción de informalidad en Colombia fue de 56,8 % en el trimestre febrero-abril de 2025. Es decir, de los 23,7 millones de trabajadores, 13,2 millones lo hacen sin un contrato formal. En otras palabras, de cada 10 trabajos, seis son informales. Esta cifra, en comparación con la del mismo periodo de 2024, aumentó 0,5 %.
Esto quiere decir que más de la mitad de los trabajadores de nuestro país no poseen afiliación a salud ni pensión. Y quiere decir, también, que la polarización en la que sumergieron a Colombia el Gobierno y la oposición por culpa de esta reforma, a la que puede atribuirse de alguna manera el atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, crítico acérrimo de las supuestas transformaciones sociales de Petro, no impacta a más de la mitad de la población trabajadora. Quizá por eso Morgan prefiere ponerle el pecho a la brisa, antes con películas de dudosa procedencia, ahora con pasteles y hallacas, pero siempre con esa actitud positiva que, como a tantos colombianos, los lleva a salir adelante.