Juan Alejandro Tapia
Columnista / 25 de enero de 2025

Gato

Esta historia no terminó como la había imaginado, contigo trepado en los techos del barrio y yo orgulloso de haberte tendido la mano; contigo como ejemplo de la supervivencia del más débil, contrariando al mismo Darwin, y yo jactándome de mi superioridad moral, repitiendo aquí y allá que quién sino yo iba a suponer tu fortaleza y agilidad cuando te vi entre las matas de un parque, un par de años atrás, mientras los demás pasaban sin mirarte ni oírte o con actitud de no es mi problema. No eras lo que se dice un lindo gatito, hay que reconocerlo, y nada más nacer cargabas ya el estigma ridículo de la mala suerte por el color de tu piel. Cómo ibas a saber de pelos y supersticiones si ni habías abierto los ojos cuando te arrancaron de la teta y te arrojaron en cualquier parte. Y no los abriste nunca, no alcanzaste. Pensándolo un poco, hiciste bien: te libraste de tropezarte con el estúpido que iba a cruzar la calle al detectar tu presencia o con la que no iba a titubear en lanzarte agua caliente con tal de ahuyentarte. Cuando si hubo un desafortunado fuiste tú, que viniste al mundo incompleto, sin una de tus patas, y quizá por eso te separaron de tu madre y te dejaron envuelto en un guante con tu escaso pelambre todavía humedecido por un último lengüetazo de despedida. Y si hubo un afortunado fui yo, que te encontré y durante dos días te alimenté con una jeringa llena de un líquido blanco que no suplía los nutrientes que requerías. Por no encariñarme, preferí no llamarte. No tenías cara de nada, gato te quedaste. O gati, por lo escuálido e insignificante. Mejor no nominarte para no extrañarte, que un gato no es un perro y más temprano que tarde se va y si te vi no me acuerdo. Pude haber hecho más por ti, gato: buscar asistencia veterinaria, invertir el dinero que no me sobra en una incubadora o en que te alimentaran vía intravenosa, poner tu caja de cartón junto a mi cama para verificar tu condición cada hora, pero prevaleció mi mal juicio sobre tu predestinación a saltar por los tejados y la mía para hacer realidad esa historia soñada que íbamos a escribir a dos manos y tres patas. Confié en que tendríamos un final de cuento de hadas: el gato cojo que manda en la cuadra y baja todos los días al patio a comer croquetas y recibir los mimos de su salvador. Pero tuvimos un final de mierda: tú metido en tu cajita, y yo cavando un hueco en el jardín para darte al menos una sepultura digna. Quiero pensar, gato, que en este corto tiempo sentiste mi calor, escuchaste mi voz y percibiste mi compromiso por ayudarte. Quiero que sepas que fuiste amado y que soy consciente de la responsabilidad que me asiste al haber sido testigo de tu vida y, por consiguiente, tu notario. Supe que estuviste aquí, muy de paso, y este texto es un acta de registro de tu existencia. Y así ya no sirva de nada, no fuiste un gato más abandonado a su suerte, sino el gato de alguien. Mi gato.

+ Noticias


Carnaval 2022: entre brillos y sombras
El pueblo donde “la fealdad es una virtud”
El arte de decorar con figuras en globos de una diseñadora barranquillera
Cómo afrontar una parálisis facial como la que sufre Justin Bieber