Juan Alejandro Tapia
Columnista / 15 de julio de 2023

La cucaracha

Pocos seres vivos logran repugnarme tanto como una cucaracha. Solo el hombre puede producirme las mismas ganas de vomitar. Por eso no encuentro respuesta a mi reacción entre distendida y solidaria cuando la vi. ¿Por qué no me quité una chancleta y la aplasté? Es lo que suelo hacer. Descargar mi furia contenida, mis resentimientos, las frustraciones del día, contra su insignificante coraza de palillos y papel. Un golpe seco, letal. Como la bomba atómica. No. De esa lograron escapar. Como el estallido de un mango maduro contra el pavimento, más bien. ¡Plas! A echarle agua a la suela y despegar el amasijo del piso o la pared. Soy un asesino serial. La cuenta de mis crímenes la perdí ya. Quizá fue su comportamiento el que me hizo contener. No huyó ni me propuso el consabido juego del gato y el ratón. Parecía tener una preocupación más grande que salvarse de su depredador. Palabras más, palabras menos, me ignoró.

Yo había ido a la cocina por un refuerzo alimenticio de media noche y al encender el bombillo la descubrí. Se movía en círculos sobre el desagüe de la batea. En un acto de ingenio, transgresión, o simplemente para reducir costos y apretujar todo en un cajón, la nevera y el fregadero de la ropa comparten espacio en los apartamentos modernos. Pobre Le Corbusier, recuerdo que pensé. Juro por lo más sagrado que en ese instante tuve una revelación, una punzada en el pecho, pero la desestimé. La noche anterior a esa me había tropezado con otra de su especie en el mismo lugar y en circunstancias parecidas. Aquella no titubeó y, apenas me vio levantar la chancleta, corrió a meterse dentro del ducto de drenaje. «¡Maldita!», dije en voz alta, «ahora vas a ver». No hay crueldad en un insecto, ni siquiera en el mosquito que te pega el paludismo o el dengue con su lanza envenenada, lo suyo es mera supervivencia. Solo el hombre siente placer al torturar y mata por matar. Sin más, tomé una pieza de jabón azul y tapé el tubo. Mi intelecto había vencido: ahora estaba obligada a encontrar la salida en un laberinto de conductos interconectados o moriría con el paso de los días. «Bajo condiciones ideales una hembra adulta vive hasta 15 meses; los machos por un tiempo más corto», busqué en internet. No le di más bola al asunto y me fui a dormir.

Vuelvo a mi encuentro nocturno con la primera cucaracha, que en el orden cronológico de los hechos fue la segunda. Abrí el refrigerador, saqué una lámina de jamón y un trozo de queso para prepararme un sándwich y, antes de regresar a la cama, me acerqué sigiloso para no asustarla. Seguía ahí: al pie del desagüe, ya no daba vueltas, era como si esperara a alguien. Alguien que se había retrasado o que ya no iba a llegar. Se veía angustiada. «Hay una cucaracha en la cocina; bueno, dos», dije al acostarme. «¿La mataste?», quiso saber mi mujer, que acababa de apagar el televisor. «No, no me nació». «¿Por qué?». «Tuve una corazonada, es algo difícil de explicar». 

La cucaracha continuó su vigilia frente al tapón de la batea tres noches seguidas. A la cuarta, no pude aguantar más lo que me atragantaba y por fin lo solté: «Ahí sigue». ¿Ahí sigue quién?». «La cucaracha». «¿No la has matado?». «No». «¿Y qué esperas? ¿Que traiga a la familia?». Mi mujer había dado en el clavo, pero no lo sabía. Le conté que había tapado el ducto y que me parecía que la cucaracha atrapada emitía algún tipo de olor o señal que era detectado por la que aguardaba fuera. «¿Y si son pareja?», dije. «¿Qué?». Reconozco lo extraño que sonaba, pero esa había sido mi primera impresión, reforzada tras noventa y seis horas de espera. Omití, por la prudencia que hace verdaderos sabios, decirle que incluso había tarareado frente a ella (o él) la estrofa más conocida de ese exitazo de los años ochenta cantado por Calamaro: La otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un perro. En realidad, tenía un plan, e iba a ponerlo en práctica de inmediato. «Voy a quitar el jabón», anuncié.

Moví el tapón con el palo de la escoba, y esperé. Un minuto, nada. Dos minutos, nada. Cinco minutos, nada. Confieso que una cierta desilusión me embargó, pero, a mi lado, la otra cucaracha no daba muestras de perder la esperanza. Comprendí entonces que lo mejor era apagar la luz y marcharme. Si en verdad iba a darse el reencuentro tenía que ser bajo la intimidad de la noche. Era su momento, no el mío. Media hora después, iluminé de improviso con una linterna: dos cabecitas me miraron sin saber qué hacer: darme las gracias o refugiarse otra vez en el desagüe. Fue su duda la que me dio tiempo de quitarme la chancleta y soltar entre sombras la bomba atómica o el mango maduro o lo que sea. Soy un asesino serial, les dije.

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