¿En cuál Barranquilla se queda Shakira? En la del Joe Arroyo, indudablemente, en la de los años que recorrió, de la mano de su padre, fiestas infantiles, festivales de canto, clubes sociales, y tocó las puertas de emisoras, periódicos, televisoras, con esa lucidez de mujer madura que ya desde entonces la acompañaba. Se queda en «la Arenosa», como todavía la llama, así ya nadie lo haga; en la del raspao de tamarindo y el mango biche con sal al terminar sus clases en La Enseñanza; en la tierra donde «fui más feliz», como lo confesó en su concierto del jueves, aunque no hable de un espacio físico, sino del cofre de sus recuerdos más preciados.
Allí está guardada la lobezna que abrió sus ojos al mundo y aprendió a caminar con los pies descalzos, a conocer la sombra de sí misma y a descubrir su magia. La otra, la loba empoderada que llenó dos fechas seguidas el estadio Metropolitano, es el resultado de las cicatrices de la selva, una fiera que muestra los colmillos y, claramente, no sabe quedarse callada. Cuarenta y ocho años después, un día de febrero, no de enero, la cría de William y Nidia regresó a la «tierra que me vio nacer» convertida en la madre combativa de sus propios lobeznos.
Pero esta no es más la Barranquilla de Shakira, por eso sale a buscarla por las noches, de incógnito, cada vez que vuelve sobre sus pasos. La busca por las calles, recoge pedacitos en las esquinas, la busca en el armario y hasta en sus canciones. Y justo allí la encuentra, en las suyas y en las de su banda sonora más personal: en ese ‘Te olvidé‘ que la empuja a mover las caderas de forma instintiva; en ese himno no oficial de la ciudad, interpretado por los dedos mágicos de Chelito De Castro, que saca a flote a la barranquillera arrebatá que tira pasos de salsa.
(Qué ganas tenía de gritar el nombre del pianista frente a miles de personas, como lo hacía el Joe, para sentirse, por un instante eterno, otra vez en casa).
Pero no puede encontrarla del todo. Va por ahí juntando cada trozo de porcelana rota a sabiendas de que no hay manera de armarla. Las ciudades cambian, como las personas. Su Barranquilla del alma, la tierra plácida de su añoranza, le erige ahora una estatua, pero la obliga a no salir de su palacio. Presa en su fama. El éxito es una cadena con grilletes de oro, esa es su trampa; el talento, en cambio, es la pinza para romperlos. Y Shakira tiene de ambos. Por eso es libre en el escenario, su único lugar seguro en el mundo, el territorio de sus sueños de niña.
Diecinueve años son muchos años para la carrera de una artista, la mitad de su vida profesional, y fue el tiempo que tardó en volver a dar un concierto con todas las de la ley en su tierra querida. Solo ella sabe por qué: quizá porque el dolor de lo perdido es más fuerte que la satisfacción de lo recuperado.
Si es cuestión de confesar, la loba sufrió una transformación sobre la tarima: por dos horas y media atravesó el umbral del tiempo y se internó en los recovecos de esa Barranquilla donde la lobezna pelinegra todavía vive. Quiso mostrar su lado agresivo y terminó por enseñar su parte débil. Tras sus dos presentaciones con lleno a reventar, en las que salió a relucir su barranquilleridad primitiva, el sabor a despedida es inevitable.