Crecí con olor a marihuana en la ropa, en la piel, no se me quitaba. La respiraba día y noche, 24/7 como dicen ahora, y eso que nunca me he llevado una chicharra a la boca. El consumidor estaba en casa, fumó desde mi nacimiento hasta su muerte, muy cerca de mí, en el cuarto de al lado. Por eso cuando alguien niega que la «inocente» maracachafa es una puerta de entrada a otras sustancias, discrepo sin importar los estudios científicos que esgrima. No sabe lo que dice. Como tampoco lo saben los congresistas que por desconocimiento, prejuicio, temor o militancia dejaron escapar la oportunidad de legalizar la compra y venta de cannabis de uso recreativo para adultos en Colombia.
Nada como un ejemplo para examinar las entrañas de un argumento: tres veces al día saco a mi perro a la calle. Lo llevo al parque de la esquina, donde mañana, tarde y noche hay grupos de jóvenes con cachos de yerba en las manos. Algunos la consumen mientras usan las máquinas para ejercitarse, otros prefieren mezclarla con música de bandas de rock de los noventa. Del ecosistema también forman parte los repartidores de las plataformas digitales en sus ratos de espera o de descanso, aunque una comunidad no entra en contacto con la otra. ¿De dónde la sacan? Pues del carro de comidas rápidas, del vendedor ambulante, del mototaxista intermediario que la distribuye puerta a puerta, del vigilante del edificio, del portero de la discoteca, del supuesto limosnero, del tipo de mochila terciada que merodea frente a colegios y universidades, sí, ese que parece dedicarse a la venta de marihuana y en efecto lo hace. Es solo cuestión de alzar la mano. En Colombia, por si alguno no lo sabe, no es delito la tenencia siempre que no supere el límite de la dosis personal, que para el caso de la marihuana es de 20 gramos, según la Ley 30 de 1986, ni el consumo, solo la transacción comercial es penalizada. La legalización, entonces, no favorecía a los fumadores de porros, quienes desde hace 37 años cuentan con la autorización del Estado, sino que atacaba directamente la cadena de venta. Debilitaba como nunca antes la estructura del microtráfico.
De no ser por la certeza de que la oposición, con tal de no entregarle un triunfo al gobierno, está dispuesta a recorrer el camino de la historia con anteojeras para no mirar a los lados, como los caballos -o los burros, ya que nos referimos a la marihuana-, y por la comprobada falta de astucia legislativa de los parlamentarios progresistas, hasta podría dudarse de la honestidad del resultado. Con tanto dinero en juego no debería pasarse por alto la posibilidad de presiones externas o compra de conciencias. El negocio del microtráfico, eufemismo para minimizar la dimensión de un clúster criminal que incluye extorsiones, homicidios y hasta terrorismo, movía 6 billones de pesos anuales hasta 2015, según un estudio del DNP mencionado en una investigación de la alianza periodística La liga contra el silencio, en 2021. Solo en Barranquilla, para ese año, dejó utilidades por encima de los 120.000 millones de pesos. Con la legalización, una tajada iba a pasar a manos del Estado para financiar salud, deporte e infraestructura, igual que lo hacen las apuestas y el alcohol, vicios reglamentados y con maquillaje publicitario.
¿Puede alguien en sano juicio, como creen estar los senadores que hundieron el proyecto, hablar de golpe a la salud pública por permitir la comercialización de marihuana con código de barras y registro sanitario cuando la alternativa es comprársela al jíbaro del barrio? Imaginen por un momento llegar a un supermercado o una farmacia y encontrarse el empaque, del tamaño de una caja de condones, método que todavía hoy es condenado por la Iglesia católica: Santa Marta Gold en letras doradas sobre un fondo verde con montañas, por destacar un mito de los años sesenta y darle prelación a la industria nacional, aunque de seguro el mercado habría sido inundado de producto californiano o asiático. Mucho mejor en todo caso, aunque represente un choque cultural, que el modelo actual de distribución en las calles del país: sin restricción para menores de edad ni contraindicaciones que ahuyenten al consumidor potencial, pero prohibida en un papel.