Juan Alejandro Tapia
Columnista / 5 de julio de 2025

Mi amigo ‘Lucho’

Fotoperiodista, reportero gráfico, la denominación es lo de menos para un trabajo en el que es necesaria la sensibilidad de un artista y el pulso de hierro de un cirujano con su bisturí. Mientras un redactor de noticias puede magnificar o empequeñecer el relato al vaivén de sus apuntes o recuerdos, el otro componente del equipo periodístico solo tiene, por lo general, una oportunidad. Así dispare en ráfaga contra su objetivo, esos mil fragmentos de un instante son, en realidad, uno solo: el que finalmente saldrá publicado, el pedazo de vida que retrata una historia. Ese segundo de exposición a la luz debe contener toda la fuerza narrativa de un escrito al que se le han invertido horas, días, semanas incluso, para no escatimar detalles. Porque como una vez dijo no se sabe quién, no se sabe cuándo ni bajo cuáles circunstancias, «una imagen vale más que mil palabras».

La primera vez que vi una fotografía de Luis Rodríguez Lezama en la portada del diario El Heraldo faltaban todavía unas horas para considerarme su amigo. Fue en mayo de 1998 y yo era el novato de la redacción. En aquel tiempo me dirigía a él con el respeto de un aprendiz: «Señor Luis». Pero desde que lo felicité por la composición de esa imagen que a simple vista podía parecer casual o sencilla, pero escondía un trasfondo de oportunidad, encuadre y sentido noticioso, me pidió llamarlo ‘Lucho’, como el resto de sus colegas, y yo pasé a convertirme, desde ese día, en «el popular Tapilla».

La foto apareció publicada el 20 de mayo, dos días después de la muerte del cronista deportivo Fabio Poveda Márquez, quizá el periodista que más profundo ha explorado en las fibras emocionales de futbolistas, boxeadores, peloteros y todo tipo de atletas en la historia de Colombia. Durante la velación, en la Catedral, ‘Lucho’ captó el encuentro íntimo del ‘Pibe’ Valderrama con su gran amigo al pie del féretro. El rostro conmovido del capitán de la Selección representaba a todos los deportistas que abrieron su corazón a Poveda para contarle sin tapujos su vida. Y ‘Lucho’ logró atrapar esa esencia con su cámara, como quien es capaz de encerrar a un genio en una lámpara.

Aunque otras características suyas lo hicieron más popular, como su particular desprendimiento por los premios o el dinero, sus demoras injustificadas para entregar trabajos periodísticos o de ceremonias sociales y su disposición inquebrantable a no dar nunca por terminada una buena charla, a mi amigo ‘Lucho’ prefiero recordarlo por su ojo fotográfico y la sensibilidad de su índice derecho para obturar en el momento exacto. Sabía dónde estaba la noticia, cuál era la imagen que contaba la historia, pero esta no podía ser solamente un registro informativo -aún en medio de la muerte, el dolor, las condiciones extremas-, debía tener arte, poesía, belleza.

Fútbol, periodismo y El Heraldo constituían la santísima trinidad de sus conversaciones, porque los devenires dirigenciales del periódico le interesaban tanto como las noticias. La sala de redacción siempre fue su lugar en el mundo, podía pasar horas enteras después de culminar su jornada sin hacer nada, acompañando a sus amigos a contar diariamente la historia de Barranquilla sobre sábanas de papel y ríos de tinta. El rugido de la rotativa lo entusiasmaba como estar en presencia de un dragón. Varias veces lo vi disfrutar del placer de mirar a la bestia a los ojos. Esa pasión logró transmitírsela a su hijo, quien ha seguido sus pasos en el mismo medio de comunicación, ya no con imágenes sino con palabras. Luis Antonio heredó el talento de su padre y también su buen corazón.

Una madrugada de noviembre de 1998 lo fui a despertar a su casa para el cubrimiento fotográfico de la masacre de Champagne Vallenato, el tiroteo que dejó siete personas muertas y cinco más heridas a la salida de una discoteca del norte de la ciudad. A pesar de que ese día descansaba, no dudó en echarse la cámara al hombro y salir a impregnarse de sangre y angustia en el que debía ser el tiempo para dedicarle a su familia. En 2002, durante un viaje a Buenos Aires, vi un libro sobre la historia de Boca Juniors en un pulguero de San Telmo y supe de inmediato que era para él. Nunca se lo entregué. Como tantas veces hizo con mis fotografías, lo dejé para después.

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