Quizás una melancólica hojarasca voló cerca de la ventana de aquel hospital, y el revoloteo de las hojas, danzando en silencio con un contoneo triste y bello, fue el anuncio de la despedida final. Tal vez una leve llovizna soltó su cabellera húmeda sobre las calles de Los Ángeles aquel 9 de marzo de 1994. Y, conociendo al personaje que se marchaba, quizás también cayeron del cielo oscuro miles de botellas de vodka medio vacías.
Tal vez esa noche se escuchó la risa de las montañas, y los peces chapotearon en el agua salina del frío océano que bordea las carreteras de LA. Aquella noche, poco importó el humo de los cigarrillos escalando por las chimeneas, el maullido solitario de los gatos de aquel viejo indecente, ni la soledad de su ordenador, desde donde disparaba palabras como balas rabiosas.
Tampoco importó el llanto de su esposa, Linda Lee, o la risa borracha de Jane, su amor más antiguo, ese mismo que llevaba demasiado tiempo esperándolo desde el más allá. El más divertido de los pesimistas abandonó este paraje de lamentos peleando hasta el último round. El viejo Buk no se dejó atrapar por la cirrosis, ni lo venció aquella úlcera vieja y venenosa que quiso llevárselo en 1955.
Esta vez no fue carne de cañón para hospitales de mala muerte. Pese a todas las predicciones, Charles Bukowski no terminó tirado en una acera, destruido por el delirium tremens, ni en una pensión para desesperados, como muchos aseguran que le correspondía.
El viejo Buko murió bien atendido en un buen hospital en San Pedro, California, a los 73 años, dejando una obra demoledora que levantó ampollas e indignó a los custodios del buenismo bien pensante y a los defensores de la moral inquisitiva pequeñoburguesa.
¿Por qué es importante Bukowski? Pese al desdén de los guardianes del eurocentrismo canónico y colonial, de las descalificaciones de esa “élite” que se autoasume intelectual, y de la invalidación de esa secta ultraconservadora que defiende el anquilosamiento, el registro del viejo Buk es, sin duda, uno de los más genuinos y necesarios en el panorama literario global.
¿Por qué? Porque le dio voz a los que nunca la tuvieron. Porque desacralizó lo que la blanquitud clasista siempre vio como sacrosanto. Porque, gracias a su poética de lo marginal, vagabundos, alcohólicos, apostadores, solitarios, prostitutas, freaks y outsiders de todo tipo, encontraron en su obra que ellos también contaban.
“Escribo sobre los pobres tipos a los que el sueldo no les alcanza, sobre mujeres muriendo en hospitales públicos, sobre chicos azotados por su padre. Yo escribo sobre perdedores”.
Su estilo simple, directo, telúrico y a veces procaz asustó a los guardianes del “buen gusto” y la “alta cultura”, convirtiéndolo en propiedad de la gente común, del pueblo, de la calle. Una poeta reconocida en nuestra comarca prohibió a los áulicos de su taller literario leer al viejo Buk.
Uno de mis profesores de posgrado lo tildó de autor de alcantarilla. Y es normal que alguien que rompía con todos los moldes y el statu quo generara y siga generando este tipo de reacciones.
Entiendo que los asuste. Incluso entiendo que para algunos sea un placer vergonzante. Pero lo verdaderamente triste es que no existe un solo autor que no se perciba a sí mismo como un revolucionario del lenguaje. Entiendo que lo que les devuelva el espejo sea esa autopercepción de personas inclusivas, tolerantes y desprejuiciadas. Pero, ¡carajo, lo único que debe estar prohibido es prohibir!
Entiendo que se asusten con fenómenos políticamente incorrectos como Michel Houellebecq, que desprecien a William Burroughs, a François Villon, a Sade, porque no encajan en su moral pequeñoburguesa. Por eso entiendo que autores como Henry Miller o Kerouac sean catalogados como “menores” según sus “sofisticados estándares”.
También entiendo cuando ponderan a autores ya canonizados, pero que en su época también fueron resistencia contracultural: Isidore Ducasse o, en la tradición colombiana, Gómez Jattin. Todos ellos, como el viejo Buko, asustaron a críticos, académicos y a una sociedad burguesa que prefiere perfumar su mierda, esconder la mugre y ocultar las llagas.
Lo cierto es que el viejo Buko nos enseñó la otra cara de EE. UU., mostrando, en vez del sueño americano, el rostro de la pesadilla.
El 16 de agosto de 1920, en Andernach, Alemania, no hubo señales extrañas. Ninguna constelación tuvo un comportamiento inusual, ningún astrólogo predijo luces enigmáticas. Sin embargo, ese día marcó el camino para lo que algunos consideran la creación de un género, de una nueva estética: el nacimiento de un hombre que influenciaría a miles en el mundo, contagiándolos de su ponzoña contundente y mordaz. Pero cuidado. “Don’t Try”, como reza su epitafio.