Recientemente me enclaustré en casa para ver la maratón de cómics de Marvel llevados exitosamente a la pantalla grande desde hace más de una década.
Confieso que nunca estuve muy familiarizada con sus superhéroes, protagonizados por espías, robots, hechiceros, mutantes y androides, entre otros. Extraño que no supiera mucho de ellos, ya que estos personajes de ficción vieron la luz mucho antes de que yo naciera.
Solo hasta hace poco, cuando vi un documental sobre sus orígenes en History Channel, me entró curiosidad por saber porqué ríos de gente corren a las salas de cine apenas es lanzada una de sus películas.
Tenía tiempo de no sentarme a disfrutar las hazañas épicas de los superhéroes en general, quienes, tras sus impecables máscaras, trajes elásticos y armaduras de metal, vienen inspirando a niños de diversas latitudes, credos, razas y culturas desde hace más de 80 años.
Mientras admiraba cómo los personajes de Marvel combatían el mal con sus impresionantes poderes, me planteé la siguiente pregunta hipotética: ¿estaría mejor el mundo si contáramos con su ayuda? Apuesto a que muchos se apresurarían a contestar que sí y no les sobrarían las explicaciones. Sin embargo, yo no llegaba a una respuesta definitiva.
De pequeña, mis superhéroes fueron otros. Los de Dc Comics y obviamente, la Mujer Maravilla era mi favorita. ¿Qué niña no quería ostentar sus brazaletes de plata a prueba de balas o tener la fuerza sobrenatural para levantar todo tipo de camiones y revelar mentiras con el “lazo de la verdad”?
También fui fiel seguidora de Superman, Batman y Aquaman e igualmente me encantaban los gemelos fantásticos, en especial cuando unían sus puños y exclamaban: “¡Gemelos fantásticos, actívense!”, transformándose en lo que quisieran.
Por media hora quedaba pegada al televisor dejando volar mi imaginación. Me veía como uno de ellos, rescatando a las personas de las garras de sus opresores o salvándolas de alguna calamidad.
Era un sano escape de las limitaciones de la realidad. Bueno, hasta cierto punto, ya que no faltó el niño que se tirara de un balcón creyendo que podía volar.
Sin embargo, a esa corta edad nunca me pregunté si el mundo estuviera mejor si tuviéramos superhéroes.
Aún no termino de ver toda la saga de Marvel, pero desde Iron Man (El Hombre de Hierro), la primera de sus películas, entendí el frenesí. ¡Los efectos especiales son una verdadera obra de arte!
Y, a diferencia de los tradicionales personajes como la Mujer Maravilla y Superman, a quienes veíamos como grandes seres, emocionalmente estables y de quienes poco se sabía (prácticamente no los veíamos comer, descansar o dormir) ya que su única labor era la de defender la justicia, la ley y el orden de manera intachable, los superhéroes de Marvel nos muestran, además de los valores universales de siempre, su lado humano, con defectos, virtudes, aciertos y desaciertos.
En el caso del Capitán América, su mirada nos revela la nostalgia de haber vivido congelado gran parte de su vida; en cuanto a Thor, su talón de Aquiles es su hermano Loki, al que perdona una y otra vez pese a sus traiciones; con respecto a Hulk, vemos soledad, frustración y miedo por las catastróficas consecuencias que desencadena cuando se transforma en un monstruo; a Iron Man, su egocentrismo, narcisismo y rebeldía, le pasan factura de tanto en tanto, opacando su nobleza y poniendo en riesgo innecesario a quienes lo rodean.
En la agente Widow (Viuda) tenemos a la mujer 10. Hermosa, inteligente y valiente. Todo en grado superlativo, pero con una niñez dolorosa y un sentimiento de culpa por su oscuro pasado como asesina profesional.
Por su parte, el calvario que sufre La Mole (integrante de los 4 Fantásticos) debido a su aspecto rocoso, se relaciona con quienes sienten que no encajan en la sociedad, al igual que Spider–Man (El Hombre Araña), un chico que, al colgar su traje, sigue siendo tímido, inseguro y rezagado por sus pares.
De igual manera, los X-Men, una sub-especie de humanos, también desnudan sus angustias y problemas personales al lidiar con sus habilidades sobrenaturales. Y, como ellos, otros superhéroes y heroínas de Marvel traen su aparatoso equipaje emocional.
Si bien es cierto que su lado humano nos podría conectar más a estos personajes, muchos de ellos se dejan llevar por sus sentimientos al realizar sus misiones, lo que en ocasiones, podría fortalecerlos, pero a la vez, debilitarlos y esto último, no jugaría en nada a nuestro favor.
Así ocurrió en la cinta, Capitán América: Guerra Civil, donde sus egos y posturas terminaron por llevarlos a pelear entre sí, destrozando todo a su alrededor.
¡Solo imaginen el daño incalculable que podría causarnos si a cualquiera de estos superhéroes se le diera por utilizar siquiera alguno de sus poderes por encontrarse molesto, deprimido o descarrilado!
Por otro lado, los intachables superhéroes tradicionales, estos que no cometen pecado alguno, también podrían destruirnos con tan solo chasquear los dedos.
Ejemplo de esto sucedió en la cinta Superman 3, cuando el llamado “hombre de acero” se convirtió en su propio antítesis, poniendo por primera vez al mundo en peligro, debido a una kryptonita adulterada que le había sido entregada por unos villanos terrícolas.
Terminando de ver Avengers: Endgame, una de las tantas películas de la saga, le eché cabeza a lo mencionado anteriormente y llegué a la conclusión de que aunque seamos seres vulnerables, llenos de imperfecciones, ajenos a lo que haya o no más allá de nuestro universo, viviendo en un mundo de desastres naturales, guerras sin sentido, peligros a la vuelta de la esquina y con un variado abanico de injusticias y corrupción que ventila fuerzas huracanadas, mi respuesta a la pregunta sería: No.
No creo que tuviéramos un mundo mejor si contáramos con la ayuda de cualquier clase de superhéroe, siempre y cuando no se le dé a ningún alienígena malvado por visitarnos.
Al final del día, solo a nosotros nos corresponde recoger la basura que hemos regado y poner nuestra casa en orden.